martes, 15 de marzo de 2016

LA FUERZA DE LA INTERCESIÓN

            La liturgia de estos días de Cuaresma, en vísperas ya del Triduo Pascual, presenta cuadros luminosos de la compasión de Dios, el Padre “dives in misericordia”. El jueves día 10 de marzo nos ofrecía lo que podríamos llamar casi “tenso diálogo” de Dios con Moisés o viceversa.  Ante la amenaza de Dios por la infidelidad de su pueblo de dura cerviz, el caudillo elegido por el mismo Dios para defensor y guía del pueblo de Israel, intercede por la comunidad infiel y amenazada.

Aunque se trata de un pueblo rebelde y de dura cerviz, Moisés no se separa de su pueblo, para fundar él otro pueblo que se le pudiera antojar mejor. Es más, se dirige a Yahvé, el Dios fiel, con una fuerza sorprendente, con palabras ‘incendiadas’: “¿Por qué se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? … Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: «Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre»”.

Con otras palabras, Moisés se atreve a decir con audacia a Dios que sería poco glorioso para Dios mismo si la comunidad pereciera: se cortaría la  continuidad de la promesa divina y de la obra de salvación prometida.

Y el autor sagrado nos cuenta que la mediación humilde y valiente del caudillo de Israel alcanza que “el Señor se arrepienta de la amenaza”, y vuelva a llamar otra vez pueblo suyo a la comunidad rebelde  (cf. Éx 32, 7-14).
 
Comprendemos que estas actitudes de amenaza y arrepentimiento no se pueden dar objetivamente en el Señor; pero en nuestro lenguaje humano analógico, podemos  comprender las varias situaciones de la historia de la salvación, al tiempo que este modo de expresar actitudes en Dios subraya también el valor de la intercesión humana, porque así Dios lo quiere. Dios “no se arrepiente”, pero nuestro Dios sí “es compasivo y misericordioso”.

Y así, aunque los israelitas no habían escuchado la voz de Yahvé, éste sí escuchó compasivo la voz, la petición intercesora y solidaria de Moisés. En estos momentos, Moisés aparece realmente como “misionero de la Misericordia de Dios”.

Decía muy bien el salmo responsorial del mismo día, como respuesta orante a la primera lectura del Éxodo:

“… Dios hablaba ya de aniquilarlos;
            pero Moisés, su elegido,
            se puso en la brecha frente a él,
            para apartar su cólera del exterminio
            (sal 105,23)

En Éxodo 32,30ss. el caudillo de Israel comprende hasta tal punto su misión de intercesor, que la sigue cumpliendo, incluso cuando el pueblo ha sido infiel… Se siente inflamado por el amor y el celo por Yahvé, y al mismo tiempo se siente en máximo grado solidario con la suerte de su pueblo, hasta el punto de negarse a separar la propia suerte de la del pueblo que le ha sido confiado. Y en esta radical actitud, llega a pedir al Señor “que le borre del libro”, si no perdona al pueblo.

El pueblo ha pecado y Moisés da la cara por el pueblo ante Dios. Pero lo más importante de esta lectura de hoy no se queda ahí, no se queda en definir al pueblo como de “dura cerviz”. Dios, que aparece con un sentimiento tan humano como “la ira”, como aquel que amenaza con destruir al pueblo pecador, ese mismo Dios es capaz de compasión, un Dios que “se arrepiente” de amenaza. Es ésta una imagen para significar que Dios no pacta con el mal, pero que su misericordia está por encima del pecado.

Semejante a Moisés, encontramos al gran patriarca Abrahán, padre de los creyentes. El diálogo del padre de los creyentes con Dios, como aparece en el capítulo 18, 16-33 del Génesis, se presenta también revestido de una carga de humanidad y dramatismo singulares.

L. Alonso Schökel compara esta página con la del evangelio de Lucas sobre el “amigo importuno (cf (Lc 11, 5-13). Recuerda también como “Abrahán no cuestionó a Dios cuando recibió la orden de partir de su tierra, ni cuando le pidió que le sacrificase el hijo (Gn 22, 1). Aquí en cambio, “se preocupa inmediatamente por la suerte de su sobrino, con espíritu fraterno. Y mediatamente también por la  ciudad (lo contrario que Jonás)”.
 
Otras páginas del Libro sagrado ofrecen contenido semejante, como por ej. Nm 11, 10ss; 14, 10-19; Ez 22,30. Subrayo esta última del profeta Ezequiel, por su parecido con las palabras del Éxodo 32, 7-14 o 32,20ss. En la profecía de Ezequiel, dice Dios:

«He buscado entre ellos un hombre que reparase y se mantuviera en la brecha frente a mí en  defensa del país para que yo no lo devastase…»-

«Mantenerse “en la brecha” frente a Dios»  es lo que hizo Moisés (sal 105) y es una expresión analógica, pero hermosa y significativa, que expresa con palabras humanas el ministerio del intercesor cristiano.

Sabemos que sólo Jesús, figurado en el cuarto cántico del Siervo de Yahvé (cf Is 53),  es el único y potente intercesor ante el Padre por sus hermanos. Sólo Cristo, cabeza del Cuerpo que con Él formamos por el Bautismo,  el Hombre-Dios  plenamente solidario con todos los hombres y mujeres, conforme al mensaje de la carta a los Hebreos, resucitado y vivo por los siglos, ejerce su función de sumo sacerdote ante el trono del Padre, mostrándole las consecuencias de su obediencia filial “¡hasta la muerte y muerte de cruz!”: las cicatrices gloriosas de su pasión como infalible  intercesión en  favor de sus hermanos (cf. entre otros, Hb 7, 25).
 

           En su Mensaje de Cuaresma de este año 2016, escribe el Papa Francisco: «Dios, en efecto, se muestra siempre rico en misericordia, dispuesto a derramar sobre su pueblo, en cada circunstancia, una ternura y una compasión visceral, especialmente en los momentos más dramáticos, cuando la infidelidad rompe el vínculo del Pacto».

Es de nuevo muy apropiada la imagen expresiva de san Bernardo, cuando habla de la Encarnación del Hijo de Dios: “… Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno…”

Llevando el discurso al terreno personal, yo también, nosotros todos nos podemos retratar en ese pueblo de Israel de dura cerviz, ese pueblo que se equivoca, que tropieza, y que muchas veces busca a Dios en el lugar equivocado, o que simplemente no le busca. Pero también nos podemos retratar en ese pueblo a quien Dios lo llenó de gracia y de amor, a pesar de sus equívocos y pecados. También nosotros podemos ser casi al mismo tiempo espejos de misericordia y monumentos de miseria. Quienes nos conozcan podrán también ver reflejado en nosotros cuánto nos ha amado Dios y cuán poco le hemos amado nosotros.

En toda verdad podemos decir y confesar: ¡Gracias, Señor, porque nuestras miserias no son impedimento para tu amor!