viernes, 20 de noviembre de 2015

“Oración llena de seres humanos”

Hay una forma de oración que nos estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión. Miremos por un momento el interior de un gran evangelizador como san Pablo, para percibir cómo era su oración. Esta oración estaba llena de seres humanos: «En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos vosotros […] porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1, 4.7).
Así descubrimos que interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño” (EG 281).

El sábado de la semana trigésimo primera del Tiempo Ordinario concluía en la Liturgia eucarística la lectura de la Carta de san Pablo a los Romanos, que la liturgia eucarística nos había ofrecido durante cuatro semanas.
Al proclamar la lectura, me pareció casi nuevo el elenco de nombres citados por el Apóstol en el capítulo 16, último de la Carta. Me hizo recordar la exhortación apostólica del Papa Francisco “La alegría del Evangelio”, que luego volví a meditar y orar en la adoración eucarística (cf n. 281).
El texto litúrgico, como en otras ocasiones, hace centones, por razones obvias de cara a la proclamación en la asamblea litúrgica.
Estos centones me invitaron a volver a leer el texto de la Biblia, para todos los nombres que aparecen en este capítulo.  No sé si los conté todos, pero he  contado un total  de 28 los nombres propios individuales, sin contar los ‘colectivos’, que son también significativos.
Se trata de los nombres de los destinatarios de los saludos de Pablo; después aparecen también los nombres de los que, junto con el Apóstol, saludan a la comunidad de los Romanos: Timoteo, su colaborador, y sus paisanos Lucio, Jasón y Sosípatro; junto con Tercio (el que escribe), y Gayo, en cuya casa se hospeda Pablo y en la que se reúne “toda la iglesia”. Y todavía sigue la lista: Saludos de Erasto, el tesorero de la ciudad, y del hermano Cuarto”.

El texto de la liturgia omite el versículo primero de este último capítulo de la carta, que tiene también una gran importancia:
Os recomiendo a Febe, nuestra hermana, diaconisa de la Iglesia de Cencreas. Recibidla en el Señor de una manera digna de los santos, y asistidla en cualquier cosa que necesite de vosotros, pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo. (B. de Jerusalén).
Os recomiendo a nuestra hermana Febe, que está al servicio de la iglesia de Cencreas. […] también ella ha favorecido a muchos, entre ellos a mí mismo” (Rm 16, 1-2) (traducción de la Casa de la Biblia).
Comprendo la nota que aparece en las varias Biblias, poniendo en duda la autenticidad de este capítulo de la carta a los Romanos. No sé si será del apóstol Pablo o de otro de su escuela. “Doctores tiene la santa Iglesia…”. De todas formas, es Palabra de Dios, y, como tal, me lleva a  reconocer  que el corazón de Pablo estaba de veras “lleno de nombres”, como afirma el Papa Francisco. Y ésta es para mí, discípula del Maestro Jesús, una gran lección de vida.
Esta realidad del corazón grande del Apóstol aparece aquí de una manera muy  llamativa; pero es bien perceptible también en todos sus escritos. Con unas u otras expresiones, Pablo puede decir con verdad a sus hijos, a sus comunidades: “os llevo en el corazón”.
Recuerdo la bella afirmación de san Juan Crisóstomo: “Cor Pauli, Cor Christi”.

Os llevo en el corazón
Su corazón, toda su personalidad se formó ciertamente en el contacto diario y  profundo con las Escrituras sagradas. De Abrahán, de Moisés, de los patriarcas y profetas, de los salmos aprendió el Apóstol a conocer el corazón de Dios.
Y en el encuentro con Jesús vivo y resucitado en el camino de Damasco entendió que Cristo se identifica con sus hermanos, con los que en aquel momento eran perseguidos por Saulo. ¡Cómo habrá sentido en su corazón la palabra del Señor: Soy Jesús, a quien tú persigues”! Desde entonces, Saulo-Pablo aprendió que los demás, y en el caso concreto los cristianos, son alguien que ‘le pertenece’, según la bella y honda expresión del Papa san Juan Pablo II en la Carta apostólica programática para el tercer Milenio.
Creo realmente que puedo aplicar a Pablo, desde el encuentro camino de Damasco hasta el fin de su vida, que adquirió y vivió “… la capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico  y, por tanto, como uno que me (le) pertenece, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos…” (NMI, n. 43).
Por sus comunidades, por cada uno de sus ‘hijos’, Pablo aprendió a interceder, a recordarlos “con alegría”.


Cuántas veces el Apóstol habrá recordado a Abrahán, que mantiene un diálogo con Dios, revestido de una carga de humanidad y dramatismo singulares (Gn 18, 16-33).
Recuerdo una hermosa página del recordado L. Alonso Schökel, que compara esta página del Génesis con la del “amigo importuno” de Lucas (11, 5-13). Y comenta el jesuita: “Abrahán no cuestionó a Dios cuando recibió la orden de partir de su tierra, o de sacrificar a su hijo. Aquí el santo patriarca, “padre de los creyentes”, se preocupa inmediatamente por la suerte de su sobrino, son espíritu fraterno. Mediatamente por la ciudad (lo contrario de Jonás)”.
También recordaría la página del Éxodo (32, 30ss.), en la que Moisés comprende a tal punto su misión de mediador e intercesor por el pueblo que Yahvé le ha confiado, y la sigue cumpliendo con firmeza incluso cuando el pueblo es infiel a Dios.  Se siente inflamado por el amor y el celo por Yahvé, y al mismo tiempo solidario en máximo grado de la suerte de su pueblo. En esta actitud llegará a pedirle al Señor “que le corre del libro”, si no perdona al pueblo (Ex 30,32).


Algo semejante afirmará el mismo Pablo: "Digo la verdad en Cristo, ni miento, siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, los israelitas… de los cuales procede también Cristo según la carne…” (Rm 9, 1-5).

La Regla de Vida me  recuerda también a mí, a toda Discípula del Divino Maestro: “Adoramos al Padre en espíritu y verdad, y prolongamos la contemplación del Misterio en la adoración eucarística cotidiana.
Seguimos un itinerario mistagógico, en Cristo Camino, Verdad y Vida, profundizamos en la escucha de la Palabra, la participación en el Misterio Pascual e intercedemos por la Iglesia y por la humanidad…” (n. 18).
Y en el n. 140, hablando ya de la misión específica de cada Discípula del Divino Maestro, me dice: “Asumimos el ministerio de la oración incesante que se extiende en la adoración perpetua. En la acción de gracias, testimoniamos la primacía de Dios en el mundo. Intercedemos por las necesidades de la Iglesia, de los pueblos y de la Familia Paulina. Invocamos gracia para el mundo de la comunicación, para que la buena noticia que es Jesucristo alcance a todas las gentes” (n. 140).







martes, 3 de noviembre de 2015

«misericordiosos como el Padre 

Buscando en la página del arzobispado de Madrid la Carta Pastoral de nuestro Arzobispo don Carlos Osoro: “Jesús, rostro de la Misericordia, camina y conversa con nosotros en Madrid”, en la pestaña ‘oración y liturgia’, encontré el siguiente comentario al Evangelio del día, tomado de Lucas 13, 18-21. 
En aquel tiempo. Jesús decía: 
«¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? 
Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas». 
Y añadió: «A que compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta».

El comentario aparece con un título que me llama la atención; leo y vuelvo a leer. 
Es significativo; me hace pensar y orar,  me lleva también a revisar mis actitudes y mis ‘prisas’…
No será muy “litúrgico”, pero a mí en este momento me hizo bien, y pienso que quizá a otros les pueda hacer semejante efecto y aplicación a la vida de cada día.

Dicho comentario creo que lleva la firma de Juan José.

Sin prisa

"Las personas que van con una prisa desquiciada no es que morirán antes, es que apenas se enterarán de que han vivido. Dice el Señor que el Reino de Dios se inicia en la Tierra y crece. Y ese crecimiento no tiene peculiaridades diferentes a las propias del árbol, cuyo ascenso es deliciosamente lento hasta que la musculatura de su tronco madura y es capaz de sostener los nidos, los pájaros, los niños que trepan hasta la copa y la nieve del invierno. El agua mansa va produciendo el milagro de la lentitud. Hay como un ritmo incrustado de pequeñas pausas en todo aquello que Dios ha creado, un aura imperceptible de desarrollo.
Si eres de los que te importuna la lentitud y no tienes la paciencia básica para explicar un problema de matemáticas a tu hijo, que se hace el remolón, es difícil que veas crecer el Reino de los Cielos en tu vida. Mucha gente piensa que haciendo más cosas y llegando a más sitios serán capaces de evangelizar más o cargar las alforjas de lo cotidiano con más y mejores bienes. Son gente capaz de reprocharle al mismo Señor que estuviera callado 30 años y sólo dedicara 3 a revelarnos el misterio de su Persona. Un tiempo desperdiciado, dirán, y además circunscrito a un área de acción mínima, Palestina, cuando bien podría haber nacido en la capital del Imperio y haberse dirigido al mismo César, no a un subalterno, a un prefecto de esa provincia más bien conflictiva que era Judea.
Exprimir el tiempo, llenar de muchas horas la jornada, más que de vida, es un fraude de existencia. El Reino crece cuando un día descubres una frase del Evangelio que, sin saber por qué, te acompaña durante semanas, y te ayuda a saber escuchar mejor a la gente del trabajo y hacer de tu tiempo un proceso que va desplegándose con generosidad. Y entonces uno se va a dormir más calmado, dando gracias a Dios por el día transcurrido por pura necesidad de agradecimiento, no porque tenga que aprovechar el último minuto para acordarse de Dios. Es la diferencia entre caer derrotado en la cama o hacer, incluso del descanso, un tiempo de oración. Sin prisa, que Dios siempre te alcanza".


Juan José





Mientras oraba con este pasaje evangélico y también con el comentario inesperadamente recibido, me viene espontáneo el recuerdo vivo de una amiga religiosa, que había conocido en Bilbao en un encuentro de oración, y luego he coincido muchas veces con ella en su ciudad Condal: en su comunidad, en la mía, en la plaza Cataluña allí sentadas en dos sillas, que nos tocó pagar…
Era la alegría en persona; decía que a ella el Señor le había regalado precisamente el don de la alegría, y sus ojos de persona mayor reflejaban casi una alegría de niña. Falleció a los 92 años.
Recordé espontáneamente a la hna. Palmyra, porque una de sus frases preferidas, ante mis prisas, era que Dios es “amigo de las lentitudes”, no tiene prisa.
Hablaba de Dios, de Jesús, de la vida cristiana con una serenidad encantadora.
En años no fáciles para la Vida religiosa en España, sobre los años ’70, ’80, una religiosa joven de su comunidad me comentaba: ¡«qué bien nos entiende a las religiosas jóvenes la hna. Palmyra…»!

Los recuerdos se entrelazan. Palmyra había asimilado la enseñanza, las actitudes de Jesús en su Evangelio, su cercanía, su misericordia hacia los más necesitados. Un anticipo del “Jubileo de la Misericordia”. Un retrato vivo, espontáneo, cercano.
Escribe nuestro santo Padre Francisco en la “Misericordiae vultus”: «siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. (…) La misericordia es la vida maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en el anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino misericordioso y compasivo» (MV 1, 3, 10).

 
"Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre"




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