domingo, 12 de abril de 2015

PASCUA Y EUCARISTÍA

Llevamos unas semanas en las que la liturgia de la Iglesia nos acompaña con textos, palabras, ritos que expresan la realidad profunda del Misterio Pascual en su relación “Pascua-Eucaristía”.

En la II semana de Pascua, los días viernes y sábado, el texto bíblico del Oficio de lectura nos hacía orar contemplando la visión de la proskýnesis, la adoración en la Jerusalén celestial (Ap 4, 1-11).

“En el cielo había un trono y uno sentado en el trono. Alrededor del trono había unos veinticuatro tronos, y sentados en ellos veinticuatro ancianos con ropajes blancos y coronas de oro en la cabeza. En el centro, alrededor del trono, había cuatro seres vivientes. Día y noche cantan sin pausa: «Santo, Santo, Santo es el Señor, soberano de todo lo que era y es y viene».

Y cada vez que los cuatro seres vivientes dan gloria y honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro ancianos se postran ante el que está sentado en el trono, adorando al que vive por los siglos de los siglos, y arrojan sus coronas ante el trono diciendo:
«Eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo, porque por tu voluntad lo que no existía fue creado”.
       
  El sábado, en el cap. 5 también aparece la adoración del Cordero, que está “en pie, pero se notaba que lo habían degollado”, Jesucristo en su Misterio pascual de muerte y resurrección.

Cuando el Cordero tomó el ‘libro’, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante él; tenían cítaras y copas de oro llenas de perfume – son las oraciones de los santos -. Y entonaron un cántico nuevo:
«Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra»”.

Prosigue el vidente de Patmos: “En la visión escuché la voz de muchos ángeles: eran millares y millones alrededor del trono y de los vivientes y de los ancianos, y decían con voz potente:
«Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza»”.

Alabanza, adoración universal, cósmica: cielo, tierra, mar y todo lo que hay en ellos: “Y oí a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar – todo lo que hay en ellos – que decían:
«Al que se sienta en el trono y al cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos».
Y los cuatro vivientes respondían:
«Amén».
Y los ancianos se postraron rindiendo homenaje”.


Jerusalén del cielo · Fra Angélico

No se trata aquí de la “adoración eucarística”, porque en el cielo, en la Jerusalén celestial ya no habrá “sacramentos”, “signos sensibles” de la presencia real del Señor Jesús en la Eucaristía, en la liturgia. A la ‘sacramentalidad’ de la liturgia de la tierra, sucede la plena realidad de lo que aquí contemplamos bajo el velo de los “signos”. El Catecismo de la Iglesia Católica, recordando el n. 8 de la Sacrosanctum Concilium,  dice: «Los que desde ahora la celebran – la liturgia – participan ya, más allá de los signos, de la liturgia del cielo» (n. 1136).

Los textos citados del Apocalipsis, junto con otros, como Ap 4, 8-11; 5, 13 ciertamente expresan el más profundo sentido de toda auténtica “adoración” de Dios, de Jesucristo, de la Trinidad santa. El canto de los santos y de los ángeles, al que se une la tierra entera con “todo lo que hay en ella”, celebra la suprema trascendencia del Dios uno y trino, que adoramos.

En el corazón de la Eucaristía con el canto del ‘Sanctus’ la Iglesia se asocia a la alabanza y adoración de los coros angélicos y de todos los redimidos. Comentaba Schökel: “El atributo “Santo” dice la trascendencia absoluta de Dios, fascinadora y terrible para el hombre, atrayente y abrasadora”.

Ante las maravillas de Dios – las recordamos en particular en el prefacio de la Misa – ante la esencia misma de la divinidad, la Iglesia no puede sino adorar y alabar, emulando la acción y actitud de la Jerusalén del cielo.J. A. Jungmann, haciendo alusión explícita al “triple Sanctus” que en el Apocalipsis es cantado “día y noche” “al que se sienta en el trono y al Cordero”, escribe: “La oración de acción de gracias – prefacio – pasa  a la adoración que, con la introducción del Sanctus ha encontrado su punto saliente, su ápice”. Porque efectivamente con el ‘Sanctus’ en el corazón de la Plegaria eucarística la asamblea litúrgica se une, nos unimos a la adoración y alabanza de los bienaventurados, descritas con tanta riqueza y armonía de voces, música, elementos, actitudes,  en el Apocalipsis.

El Oficio de lectura de esta semana III de Pascua, y pasando a las lecturas patrísticas, el Domingo nos encontramos con la importante Apología 66-67 de san Justino, mártir que describe la celebración de la Eucaristía dominical en el siglo II. Y el jueves, san Ireneo, obispo de Lyon, comenta, con un profundo realismo,  la realidad de “La Eucaristía, arras de la resurrección”.

Si la carne no se salva, entonces el Señor no nos ha redimido con su sangre, ni el cáliz de la Eucaristía es participación de su Sangre, ni el pan que partimos es participación de su Cuerpo. Porque la sangre procede de las venas y de toda la substancia humana, de aquella substancia que asumió el Verbo de Dios en toda su realidad y por la que nos pudo redimir con su Sangre.


Del mismo modo que el esqueje de la vid, depositado en tierra, fructifica a su tiempo, y el grano de trigo, que cae en tierra y muere, se multiplica pujante por la eficacia del Espíritu de Dios que sostiene todas las cosas, y así las criaturas trabajadas con destreza se ponen al servicio del hombre, y después, cuando sobre ellas se pronuncia la Palabra de Dios, se convierten en la Eucaristía, es decir, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo; de la misma forma nuestros cuerpos, nutridos con esta Eucaristía y depositados en tierra, y desintegrados en ella, resucitarán a su tiempo, cuando la Palabra de Dios les otorgue de nuevo la vida para la gloria de Dios Padre. Él es quien envuelve a los mortales con su inmortalidad y otorga gratuitamente la incorrupción a lo corruptible, porque la fuerza de Dios se realiza en la debilidad”.



En la Celebración eucarística toda esta semana III de PASCUA, excepto el sábado que celebraremos a San Marcos Evangelista con lecturas propias, cada día se ha proclamado el Discurso de Jesús en Cafarnaúm sobre el “Pan de la vida”, el “Pan vivo bajado del cielo”, el Pan de Dios que baja del cielo y da vida al mundo” (Jn 6). La proclamación de este discurso ya nos acompañó a finales de la pasada semana.

Todavía una cita, que justifica el título escogido, y que tomo prestada de la “Hoja parroquial del Domingo III de Pascua”:
“El valor y la fuerza de la Eucaristía nos viene del Resucitado que continúa ofreciéndonos su vida, entregada ya por nosotros en la cruz.
De ahí que la Eucaristía debiera ser para los creyentes principio de vida e impulso de un estilo nuevo de resucitados. Y si no es así, deberemos preguntarnos  si no estamos traicionándola con nuestra mediocridad de vida cristiana.

Las comunidades cristianas debemos hacer un esfuerzo serio para revitalizar la Eucaristía dominical. No se puede vivir plenamente la adhesión a Jesús Resucitado, sin reunirnos el día del Señor a celebrar la Eucaristía, unidos a toda la comunidad creyente. Un creyente no puede vivir «sin el Domingo». Una comunidad no puede crecer sin alimentarse de la Cena del Señor. Necesitamos comulgar con Cristo resucitado, pues estamos todavía lejos de identificarnos con su estilo nuevo de vida.

Y desde Cristo, necesitamos realizar la comunión entre nosotros… ‘Partir el Pan’ no es sólo una celebración cultual, sino un estilo de vivir compartiendo, en solidaridad con tantos necesitados de justicia, defensa y amor. «Comulgamos» con Cristo cuando nos solidarizamos con los más pequeños de los suyos”.