martes, 15 de mayo de 2012

Yo soy la Vid, vosotros los sarmientos


San Isidro, labrador

A partir del jueves de  la Cuarta semana de Pascua, los textos evangélicos de la liturgia eucarística están tomados de los discursos de la Cena recogidos por el evangelista Juan en los capítulos 13-17.
Las palabras que le escuchábamos a Jesús, la víspera de su Pasión, palabras que la Iglesia nos invitaba sobre todo a meditar y contemplar en la noche del Jueves santo, en la Hora santa comunitaria, o en los momentos dedicados a la oración personal, esas mismas palabras las escuchamos en estas semanas de Pascua, como de labios del Maestro Resucitado, que nos confirman en la fe, nos alientan en el camino hacia Pentecostés, en la invocación y espera del Espíritu santificador y vivificante.
Parece como si la Iglesia nos invitase a “ahondar” en Cristo, en su Corazón, para sentir de manera nueva el amor del Padre, y convertirnos en mensajeros de ese mismo amor entre los hermanos, haciendo realidad el “mandamiento nuevo”: “… si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros”.

Hoy, en la memoria de san Isidro labrador, la liturgia nos ofrece de nuevo el texto entrañable de la Vid y los sarmientos (Jn 15, 1-8), en la parábola que se ha proclamado en la Eucaristía dominical del V domingo de Pascua y el miércoles de la misma semana.
La liturgia de la Palabra y la eucología propias de san Isidro, inspiradas ciertamente por la biografía del Santo patrono de los ‘agricultores españoles’, nos hablan del ‘labrador que aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía’, de la tierra que ‘san Isidro labrador cultivó regándola con el sudor de su frente’, y sobre todo de  la ‘siembra prometedora de cosecha abundante de caridad', tan copiosa en la vida del Santo campesino, que supo realmente ‘compartir cada día el pan con sus hermanos los hombres’.

En este día, que vivo cada año con gratitud nueva, como hija de campesinos, y recordando en particular también mi primera Comunión, en este año que tantos agricultores viven con preocupación por el futuro suyo, de sus hijos y nietos, quiero rezar con la fe de la Iglesia la oración colecta, especialmente significativa y alentadora:

Señor Dios nuestro,
que en la humildad y sencillez de san Isidro labrador,
nos dejaste un ejemplo de vida escondida en ti, con Cristo;
concédenos que el trabajo de cada día humanice nuestro mundo
y sea al mismo tiempo plegaria de alabanza a tu nombre.



Me gusta trascribir el comentario del hermano Michael Davide a la liturgia precisamente del miércoles de la V semana de Pascua, cuyo texto evangélico coincide con el de la fiesta de san Isidro.

«Tu nombre es Viña, ¡aleluya!
El Señor Jesús habla de sí mismo como de la “viña verdadera”, y él es viña verdadera en la que todos los discípulos están llamados a dar fruto como sarmientos fecundos que, para ser tales, tienen que aceptar ser curados no sólo sino también podados y limpiados.

En la 1ª lectura, los Hechos nos recuerdan uno de los momentos más delicados de toda la historia de la Iglesia, cuando el problema de la circuncisión exige una toma de posición no fácil y que requiere poner en primer plano la fecundidad de la viña, no ligada ya al signo puesto en la carne sino a la circuncisión del corazón, tal como habían ya anunciado repetidas veces los profetas de Israel. Intuir, comprender y asumir que algunos signos – el de la circuncisión es ciertamente el más fuerte todavía hoy en la tradición hebrea y no solo – ya no son adecuados e incluso pueden ser, si no de impedimento, por lo menos aflojar en el camino de la fe, no es ni fácil ni supuesta. 
Lo mismo, para la vid y el sarmiento, cargar con  la responsabilidad de la mutua pertenencia no es siempre evidente.

Para el sarmiento, permanecer insertado en la vid es cuestión de vida y de muerte y el Señor Jesús, comparándonos con la vid, nos quiere decir que él quiere no sólo darnos la vida, sino dárnosla en abundancia. Por eso, se hace urgente, por nuestra parte personalmente y todos juntos, comprender cuánto sea «necesario» (Hch 15,5) no «cortar», sino «morar», de forma que se reciba la savia vital para poder, a nuestra vez, dar la vida a través de los frutos de una vita que se entrega.

La invitación es apremiante, precisamente porque es una cuestión de vida o de muerte: «Permaneced en mí y yo en vosotros» (15,4). En este verbo hay una noción de fidelidad y de fecundidad, y es precisamente en este «permanecer» que la circuncisión, signo para los padres de la alianza con Dios en la carne, se hace signo mucho más eficaz de la alianza de Dios con todo el que acepte dejarlo entrar y actuar en la propia vida, hasta cuando «corta» y sobre todo cuando «poda» (15,2).



Permanecer es una opción, y es una opción exigente y purificante, porque nos libera de la ilusión y de la sugestión de una autonomía y nos recoloca en un dinamismo y en un camino de profunda y verdadera comunión: en realidad ya no está solo la vid, ya no están solo los sarmientos, está también la viña que juntos estamos llamados a formar.
La mirada a una viña en pleno otoño no puede no ser entusiasmante, pero puedo así y todo arriesgar ser estetizante: lo que se contempla tan maravilloso evoca el trabajo de la vendimia y el largo tiempo de transformación de los racimos en buen vino.

Cada vez que nos acercamos a la Eucaristía, la savia divina corre en nuestra vida y la hace siempre más vinculada a la vida misma de Cristo, sin la cual somos como sarmientos muertos o resecos que hacen incluso muy poca llama, y por esto no sirven ni siquiera para calentar.
Un padre de la iglesia exulta ante los nuevos bautizados y exclama: «Cristo, que es la viña divina, ha germinado desde el sepulcro y ha producido el fruto de nuevos bautizados, como tantos racimos de uva en su iglesia» (Asterio el Sofista, homilías 14,1).








Permanezcamos vinculados íntimamente a Cristo, permanezcamos serenamente en comunión los unos con los otros, y así el vino no faltará para nadie… ¡nunca!