domingo, 8 de enero de 2012

TÚ ERES MI HIJO AMADO, MI PREDILECTO

En el Bautismo de Jesús en el Jordán actúan y se manifiestan (teofanía) el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo.
La primera oración colecta contempla la obra de las tres divinas Personas a través de la acción directa del Padre:

Dios todopoderoso y eterno,
que en el bautismo de Cristo, en el Jordán,
quisiste revelar solemnemente que él era tu Hijo amado
enviándole tu Espíritu Santo,
concede a tus hijos de adopción, renacidos del agua y del Espíritu Santo,
perseverar siempre en tu benevolencia.

 
El Padre Dios ha querido revelar solemnemente que Cristo es su Hijo amado, su predilecto, y lo hace por medio del Espíritu Santo, que desciende sobre Jesús en forma de paloma.Y la Iglesia pide que también los hijos de adopción, los “renacidos del agua y del Espíritu”, puedan permanecer, “perseverar siempre en la benevolencia”, en el amor gratuito del Padre.

Amor de benevolencia de Dios, que busca nuestro máximo bien, que llega hasta llamarnos “hijos”, hijos amados en el Hijo. Y San Juan confirma: «¡pues lo somos!». Casi queriéndonos decir que, por parte de Dios estamos ciertos, seguros de este amor benevolente. Él nos repite hoy también: “Con amor eterno te he amado” (Jr 31).

La segunda oración colecta de la misma celebración del Bautismo de Jesús detalla más aún esta condición de hijos, el fruto, el efecto de nuestro Bautismo:


Señor, Dios nuestro,
cuyo Hijo se manifestó en la realidad de nuestra carne,
concédenos poder transformarnos interiormente
a imagen de aquel que hemos conocido
semejante a nosotros en su humanidad.

En su eucología la Iglesia confiesa su fe en la realidad de la Encarnación: “el Hijo se manifestó en la realidad de nuestra carne”.
Y pide al Padre que nos conceda vivir el intercambio – el “mirabile commercium” -: ser transformados interiormente a imagen de Cristo, el Hijo que ha aparecido en el mundo, que "hemos conocido semejante a nosotros en su humanidad”, “en la realidad de nuestra carne”.
“Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios” (san Agustín), para que se configure con Cristo Jesús, el Dios encarnado.
Es el fin de la Encarnación, el fin de toda la celebración del Año litúrgico: que Jesucristo nazca y se forme en nosotros (cf Ga 4, 19) por obra del Espíritu, para que el Padre pueda mirarnos siempre como a hijos amados, objeto de su complacencia, de su predilección benevolente.

En su eucología mayor, en el prefacio la liturgia canta estas realidades divinas y humanas, con voz solemne y agradecida:
"En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar.
Señor, Padre Santo
Dios todopoderoso y eterno.

Porque en el bautismo de Cristo en el Jordán
has realizado signos prodigiosos,
para manifestar el misterio del nuevo bautismo:
hiciste descender tu voz desde el cielo,
para que el mundo creyese
que tu Palabra habitaba entre nosotros:
y por medio del Espíritu,
manifestado en forma de paloma,
ungiste a tu siervo Jesús,
para que los hombres reconociesen en él al Mesías,
enviado a anunciar la salvación a los pobres.

Por eso, como los ángeles te cantan en el cielo,
así nosotros en la tierar te aclamamos,
diciendo sin cesar:
Santo, Santo, Santo...