jueves, 25 de diciembre de 2008

Lectio Divina de Filipenses 3,17-21


a Oración para disponer el corazón

Espíritu Santo,
tú que sembraste la esperanza
en el corazón de María de Nazaret
y alumbraste en su seno
al Salvador del mundo,
abre mi corazón al gozo de la escucha,
una escucha atenta y dócil a tu Palabra.
Haz que, iluminada y guiada por esta Palabra,
todo mi ser se disponga a salir animosa
al encuentro de Cristo Jesús, mi Señor;
el que ha venido, viene siempre y vendrá
a hacer nuevas todas las cosas,
según el proyecto del Padre,
para la salvación de todos los hombres
y mujeres de nuestro mundo
en nuestro “hoy”.
¡Ven, Espíritu Santo!

a Lectura orante

Conducida e iluminada por la presencia del Santo Espíritu, el “mistagogo” más eficaz del Misterio de Cristo el Señor, presente en su Palabra, quiero dejar que sean también el apóstol Pablo en este “año paulino” y el padre Alberione, quienes me vayan acompañando en la penetración devota de la Palabra de Dios.
Leo y medito la palabra de san Pablo a los Filipenses, pero ciertamente la meta, sí es la de profundizar en el corazón del Apóstol, pero como “mediación-puente” para llegar al Señor Jesús, al encuentro con él porque también yo como Pablo, me atrevo tímidamente a decir que, a pesar de todas mis deficiencias y pecado, “para mí la vida es Cristo”, con el Padre y el Espíritu divino.
Con este ánimo paso a leer y re-leer los últimos versículos del tercer capítulo de esta carta tan entrañable del Apóstol de las gentes.

17Hermanos, sed imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros. 18 Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo, 19 cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan más que en las cosas de la tierra.
20 Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, 21 el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas.


Con estos versículos concluye el cap. 3 de la carta a los Filipenses. Los dejé, aunque sean breves, porque siento que son de un contenido profundo, que merecen una ruminatio propia. Cuando en los últimos días del año litúrgico, antes de proclamar el Apocalipsis, la Iglesia en su liturgia eucarística nos ofrecía la carta a los Filipenses, las palabras de san Pablo en estos versículos me impactaron de manera especial.
Por eso, quiero volver sobre ellas, reviviendo lo que aquel día y luego me sugirió esta Palabra.

Me fijo ante todo en Pablo quien, con todo derecho y verdad, se propone como modelo a imitar por parte de sus hijos de Filipos.
Acto seguido, pasa el Apóstol a hablar, en forma que puede casi parecer misteriosa y sorprendente, de los que actúan “como enemigos de la cruz de Cristo”. Y Pablo llora recordando estos hermanos, probablemente judíos, los “judaizantes” que encuentran su apoyo y seguridad en la “carne”, es decir, en la fidelidad rigurosa a la ley relativa a los alimentos puros e impuros y a la circuncisión. El mismo Pedro en la visión del gran lienzo con toda clase de animales, en Cesarea, se niega a obedecer a la palabra que le ordena: “Levántate, Pedro, sacrifica y come” y lo hace con la energía con la que rechaza en el primer momento que su Maestro le lave los pies (cf. Hch 10, 13-14; Jn 13, 6-10).

Pablo, que ha sido fiel cumplidor irreprochable de la Ley, en la que encontraba toda su seguridad, sabe por experiencia cuánto puede costar a un judío fiel dejar a un lado estas seguridades, para aceptar la libertad que Jesús, el Mesías nos ha traído. Sus lágrimas ante la actuación y predicación de estos “hermanos suyos en el judaísmo”, quizás sean lágrimas de profundo dolor, emoción, com-pasión fraterna.

Llega a llamarlos enemigos de la cruz de Cristo, porque, como dice a los Gálatas “Si os circuncidáis, Cristo no os aprovechará nada”, pero es el mismo Pablo que se declara dispuesto a ser un “proscrito”, con tal de cooperar a la salvación ante todo de los de su raza (cf Rm 9-11). En este contexto se atreve a decir a los gentiles, los destinatarios más propios de su ministerio, que los judíos “en cuanto al Evangelio, son enemigos para vuestro bien (...) porque “los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (ib. 11, 29).

En contraste con la actitud de los que no quieren acogerse a la salvación que viene de la cruz de Cristo, san Pablo recuerda a los Filipenses, que él y ellos y todos los que siguen al Señor Jesús, son ya ciudadanos del cielo, con una sola esperanza, que es seguridad: la venida “como Salvador” del “Señor Jesucristo”, que transformará el mismo pobre cuerpo mortal a imagen de su cuerpo glorioso.


a Medito la Palabra

Muy brevemente, porque lo que me sugieren estos versículos ya queda dicho en la lectio.
Una palabra sólo sobre la com-pasión de san Pablo, sus lágrimas que me emocionan, me inspiran los sentimientos que, como cristiana-discípula del Maestro que cargó con el pecado de todos e intercedió por los pecadores (cf. Is 53), estoy llamada a vivir. No soy mejor que nadie, ni creo que el espíritu de reparación sea actitud de quienes se sienten más perfectos que los demás.
Soy pecadora, somos todos pobres pecadores, excepto la Madre Inmaculada que justamente celebramos con alegría grande en estos días, pero todos los cristianos estamos llamados también a hacer lo que decía Pablo a los cristianos de Colosas: “Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo” (1, 24), comprendiendo bien el sentido que el Apóstol da a estas palabras, que explícitamente refiere “a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”.

Más que detenerme en sugerencias concretas, quiero contemplar e imitar el corazón de san Pablo, su amor ardiente a Cristo, vida de su vida, razón de todo su apostolado y sufrimientos. Amor también a la Iglesia, y en la Iglesia, a todos: judíos y gentiles. Para Pablo no hay barreras de raza, género, cultura.
A é sólo le preocupa e interesa que todos vayamos hacia la única meta, que es nuestro Salvador Jesucristo.
Esto me queda como síntesis del tercer capítulo tan denso de la carta a los Filipenses, al tiempo que como oración y petición que el Espíritu me vaya formando cada vez un poco más a imagen de Jesucristo Maestro, siguiendo las huellas, las sendas trazadas por Pablo, y de forma también cercana aunque siempre en la misma línea, por el beato Santiago Alberione.

Y Oro la Palabra con la Palabra

He iniciado hace muchos días, casi al comienzo del Adviento, esta reflexión que concluyo en unos minutos el día de la Navidad.
Mi oración será, en pleno clima navideño, el cántico que la Iglesia cantará en las primeras Vísperas de la Epifanía, tomadas de la I Timoteo 3, 16:

Alabad al Señor, todas las naciones.

Cristo, manifestado en la carne,
justificado en el Espíritu.

Cristo, contemplado por los ángeles,
predicado a los paganos.

Cristo, creído en el mundo,
llevado a la gloria.

Alabad al Señor, todas las naciones.

martes, 23 de diciembre de 2008

Día ‘normal’ dentro de la ‘peculiaridad del Adviento’


La eucología menor de este día en la liturgia eucarística me ha impactado de manera especial. Me ha parecido casi nueva, o por lo menos, singularmente bella. No me voy a extender en la reflexión; sólo subrayaré algo que me ‘tocó de manera especial.
Como todos los días de la ‘octava’ que precede la Navidad, del 17 al 24, todas las oraciones de la liturgia insisten sobre la venida ya cercana del Emmanuel, la Navidad que se aproxima. Así, el día 23 la oración colecta recuerda que nos estamos acercando a las fiestas de Navidad, y por eso, la Iglesia se atreve a pedir que el ‘Hijo que se encarnó en las entrañas de la Virgen María’ para ser nuestro Emmanuel, El que quiso vivir entre nosotros, nos haga partícipes de la abundancia de su misericordia.
Vemos el entrelazarse de los verbos, en todas sus formas y modos. La Navidad se acerca y es al mismo tiempo una realidad futura “en el sacramento”; el Hijo se encarnó en el tiempo y lugar que conocemos por el Evangelio y el móvil de la Encarnación fue el de vivir entre los hijos de los hombres, entre nosotros; luego, con el modo subjuntivo expresamos “la gracia que se quiere obtener”: ser partícipes de la abundancia de su misericordia.


La oración sobre las ofrendas expresa de una manera muy clara la doble dimensión de la Eucaristía, de toda acción litúrgica: con la oblación (aquí, como en muchas otras oraciones sobre las ofrendas, se anticipa lo que es el ‘ofertorio’ de la Misa: en la anámnesis después del Relato de la Institución, en el gran ‘offerimus’ del Memorial) se realiza la dimensión ascendente: alcanza su plenitud el culto que el hombre puede tributar al Padre, por Jesucristo, en el Espíritu.

Pedimos que esta ofrenda de la Iglesia y de todos nosotros nos obtenga el don del restablecimiento de nuestra amistad: ante todo, naturalmente, con Dios, y también con nosotros mismos y con los demás. Esta ‘amistad’ restablecida, nos permitirá celebrar renovados en gracia el nacimiento de Jesús, nuestro Redentor (dimensión descendente de la Eucaristía).

Me queda la oración después de la Comunión, que podría decir resume todo el espíritu del Adviento, con un enlace entre lo que pedíamos en el primer domingo: ‘avive nuestro deseo de salir al encuentro de Cristo que viene’ y la celebración de la Navidad. En la oración pedimos el don que los encierra todos: la paz del Señor. Ésta será la actitud más acertada para salir al encuentro de Cristo que llega, sin temor, y con las lámparas encendidas.

Con esta disposición, guiada por la eucología de la madre Iglesia, entramos ya en la Navidad, en la “pascua de navidad”

Al escribir este título, el pensamiento espontáneo y agradecido va al prof. Adrien Nocent, del que tod@s sus
alumn@s conservamos viva memoria y reconocimiento por cuánto nos enseñó, con profundidad de doctrina y testimonio de vida y de servicio a la reforma litúrgica del Vaticano II. Él se congratulaba con los alumnos españoles de San Anselmo, al recordar cómo sólo en la lengua española, nos felicitamos la Navidad, recordando la ‘Pascua’.

Y quizás en Toledo, más que en otros lugares en los que pasé los últimos años, la felicitación que recibo por las calles es la de “¡Felices Pascuas!”. Esta misma mañana – 28 de diciembre, fiesta de la Sagrada Familia – mientras yo, al salir de la Eucaristía de las 11, felicitaba a las familias conocidas que habían participado en buen número: abuelos, padres e hijos en la Eucaristía, ellas y también otras personas con las que me crucé en el camino de vuelta a casa, me felicitaban con esa expresión, y constato, por lo menos, eso creo descubrir, que no se trata de una rutina “¡¡Felices Pascuas, hermana!!”

Navidad y Misterio Pascual no pueden ir separados. Nos lo recuerda el mismo san León Magno’ en su Sermón I en la Natividad del Señor, 1-3. Lo leímos precisamente el Oficio de lectura de la Navidad:

Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador, alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nace la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida.
(...)Demos, por tanto, gracias a Dios Padre por medio de su hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó (...) para que gracias a él fuésemos una nueva creatura, una nueva creación.
(...) Reconoce, cristiano, tu dignidad (...) porque tu precio es la sangre de Cristo.


Tengo en este momento ante mis ojos la felicitación de nuestra Superiora general con su consejo a todas las Hermanas de la Congregación. Dice entre otras cosas: ‘La meta de la gran peregrinación (siguiendo a Jesús a lo largo e su vida, desde Belén a Jerusalén) será Jerusalén: ciudad de la paz siempre deseada y siempre violada. (hoy se hace más vivo y penoso esto con lo que está sucediendo en Gaza). Aquí la pascua nos hará realmente discípulas. Belén y Jerusalén, Navidad y Pascua, discípulas y Maestro, realidades inseparables del único misterio del Dios hecho hombre que nos salva de la tristeza de una vida cerrada en la muerte’.

En todos estos días la liturgia nos acompaña con textos de especial profundidad y ternura. Las oraciones, antífonas, lecturas que nos va ofreciendo la liturgia nos hablan de la ternura del Dios hecho Niño en Belén y de la perspectiva pascual. El relato evangélico de la celebración eucarística de este día nos pone bien evidente: la ternura del anciano que coge en brazos al Niño Dios, la profetisa Ana que anuncia a todos la liberación que Jesús trae a su pueblo; las palabras de Simeón a María con la perspectiva de la diversa acogida que recibirá su hijo por parte de su pueblo y la ‘espada’ que a ella le atravesará el alma. Navidad-Pascua. La kénosis del Hijo de Dios que nos recuerda que el camino seguido por él es la senda que marca a sus
discípul@s, a tod@s l@s que queremos seguir sus huellas.

Con María, la Virgen Madre, que recordaremos con particular cariño y devoción, de manera especial y total el día 1 de enero, entrando con ella en el año 2009,
acompañad@s y sostenid@s por la bendición del Señor:

‘El Señor te bendiga y te proteja,
ilumine su rostro sobre ti
y te conceda su favor.
El Señor se fije en ti
Y te conceda la paz’.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Retiro “Legión de María”

El retiro a los miembros del “Comitium Virgen del Sagrario” de Toledo, ha sido una preciosa ocasión, un kairós diría, para penetrar y ahondar en el espíritu de la Legión de María, en la que he sido llamada a prestar un servicio de hermana.
Una vez más he constatado cómo siempre que te preparas reflexionando y orando para ofrecer algo a los demás, eres tú quien recibes mucho más que lo que intentas dar. Y el Señor es de veras “quien da el crecimiento”, como dice mi Padre san Pablo.
El día 13 de diciembre, jornada de retiro de la “legión de María” ha sido un día de especial e intensa oración, de fraternidad, de convivencia y amistad. Se respiraba la presencia de la ‘Madre’por todos los costados, junto con la presencia de Jesús Eucaristía a lo largo de toda la mañana, concluida con la celebración culminante del Sacrificio eucarístico.
No faltó después de la comida fraternal, la vista de unos DVD sobre Pablo y Bernabé. Y naturalmente, como broche de todo, las oraciones del santo Rosario unido a las plegarias propias de la Legión.

martes, 2 de diciembre de 2008

De Adviento a Navidad

El Adviento es siempre un tiempo litúrgico con un particular color de esperanza y ternura, tiempo de soñar, desear, augurar...
Así he intentado vivirlo, cogida de la mano de la Virgen-Madre.

29 de noviembre

La Confer diocesana nos invitó a tod@s los y las religios@s de la Diócesis de Toledo a prepararnos junt@s al Adviento y a la Navidad con una mañana de retiro: de 10.30 a 14 horas. Esta vez lo animó un Padre Franciscano. Muy centrado el tema del Adviento, y la consigna final, que me llenó el corazón de discípula: Recordad: ¡Eucaristía – Eucaristía – Eucaristía!.
Concluimos el retiro, después de un tiempo prolongado de oración personal ante el Santísimo Sacramento expuesto solemnemente, con la Celebración comunitaria de la Penitencia, en la fórmula B.
Varios Sacerdotes se prestaron para la celebración individual. Y concluimos, como establece el Ritual, dando gracias al Señor comunitariamente.
Al final, saliendo ya, nos felicitamos mutuamente la Pascua de Navidad, aunque todavía teníamos en programa un encuentro el día 23, para escuchar y felicitar a nuestro Cardenal recién llegado de Roma, y otra cita para tod@s el día 26, para celebrar en fiesta intercongregacional la Navidad.

Estos encuentros animan, favorecen el conocimiento mutuo, la amistad, la intercomunicación y el intercambio de los bienes que cada un@ vive, posee y sobre todo de lo que cada un@ es.
¡Bendito Concilio Vaticano II que ha abierto las puertas de los conventos y comunidades religiosas, haciendo que vivamos así más de forma más sensible y visible la comunión profunda que siempre nos ha unido en un mismo ideal, vivido y manifestado con los diferentes carismas al servicio de la Iglesia-comunión, para el bien de todos los hermanos!
Y ¡bendita sea también la Confer, que, en una “Iglesia de comunión”, alienta y orienta a l@s religiosos y religiosas que vivimos y operamos en nuestra España de “hoy”, al servicio de los hermanos!

Por todas estas realidades y por muchas más, hoy y siempre: ¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo...!

lunes, 1 de diciembre de 2008

Velando en oración y cantando tu alabanza

Es hoy un día particular para mí. Recuerdo el 38º aniversario del fallecimiento de mi madre. Todo el día la tengo particularmente presente, con cariño y emoción de hija. Sé, por la fe en la misericordia del Padre y también por la bondad excepcional de su vida, que contemplando la augusta Trinidad, ella reza con y por todos nosotros, y canta también al Dios tres veces santo el Sanctus de la Jerusalén celestial (cf Ap 4, 8).
Me acompaña su pensamiento, su recuerdo, mientras oro con la oración colecta de este día, que resuena en mi interior con tonos de gozo y esperanza:

Concédenos, Señor Dios nuestro,
permanecer alerta a la venida de tu Hijo,
para que, cuando llegue y
llame a la puerta,
nos encuentre
velando en oración y cantando tu alabanza.

La Iglesia de la tierra en su liturgia, pide permanecer “alerta”, despierta, porque el “que viene” es Alguien importante: es el Hijo del eterno Padre en la realidad de nuestra carne, asumida en el vientre de María por obra del Espíritu.
Él tiene que llegar, ha llegado ya, llega cada día, hoy mismo en la Eucaristía, en la gracia, con su presencia sanadora y salvadora en los sacramentos, en los hermanos y hermanas y llegará glorioso y triunfante al final de los tiempos.
Está llamando, siempre, a mi puerta, a la puerta de todo creyente, de la Iglesia entera (Ap 3,20).
La Iglesia, con ánimo de esposa y de madre, quiere disponerse, y eso me pide hoy a mí, recordando a quien tanto amo, a recibir, a salir al encuentro del Esposo que está a la puerta y llama, para que Él me/nos encuentre, velando en oración y cantando su alabanza.
Es ésta la actitud más propia del Adviento: actitud teologal del y de la que espera al Señor; sabe que ya vive en ella, pero le sigue esperando en la celebración litúrgica del misterio de la Navidad y en su venida gloriosa y definitiva al final de la historia.

Por eso, mientras aguardamos la gloriosa venida, no nos cansamos de cantar, unidos a los ángeles y a los santos, en comunión y sinfonía con todos los moradores de la santa Jerusalén celeste el


Santo, Santo, Santo...
Amén. Aleluya.



Lectio divina de Filipenses 3,1-16

a Invocación para disponer el corazón

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo,
padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido.

Luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo;
ven, dulce huésped del alma,
don en tus dones espléndido.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del alma
si Tú le faltas por dentro (...).

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo(...)..
(de la secuencia de Pentecostés)

Ven, Espíritu de sabiduría, entendimiento, ciencia y consejo; Espíritu de piedad, ¡ven!
Introdúceme en el misterio de la Palabra de Dios, haz que se “encarne”, en mi mente, en mi voluntad, en mi corazón, en todo mi ser. Condúceme, tú que eres el “Maestro interior”, el “mistagogo”, al encuentro vital con Cristo Jesús, la Palabra hecha carne.
Iluminada y guiada por la Palabra, confío en que Tú formarás en mí una auténtica discípula de Jesús Maestro, siguiendo las huellas del apóstol Pablo.

a Texto

1 Por lo demás, hermanos míos, alegraos en el Señor... Volver a escribiros las mismas cosas, a mí no me es molestia, y a vosotros os da seguridad.
2 ¡Atención a los perros; atención a los obreros malos; atención a los falsos circuncisos!
3 Pues los verdaderos circuncisos somos nosotros, los que damos culto según el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús sin poner nuestra confianza en la carne, 4 aunque yo tengo motivos para confiar también en la carne. Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo.
5 Circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo, 6 en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable.

7 Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo.
8 Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, 9 y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, 10 y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, 11 tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos.
12 No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús.
13 Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, 14 corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús.
15 Así pues, todos los perfectos tengamos estos sentimientos, y si en algo sentís de otra manera, también eso os lo declarará Dios.
16 Por lo demás, desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos adelante.

a Lectura orante

Sorprende encontrar aquí, después del tono tan cariñoso y familiar de los primeros capítulos de la carta, después del himno cristológico que nos había introducido en la contemplación del misterio pascual de Cristo Jesús, de su kénosis, seguida de la exaltación por obra del Padre, el tono fuerte y brusco con el que el Apóstol pone en guardia a los suyos ante las posibles asechanzas y “mentiras” de los “enemigos” de Pablo, los “judaizantes”, que una y otra vez, también en Filipos quieren atacar a la libertad de los nuevos cristianos.


El “celo” de Pablo por la “libertad”a la que Cristo llama a los suyos (cf. Ga 5,1.13) le mueve a usar palabras realmente fuertes, que evocan casi las de los profetas, que también reprochaban con energía al pueblo elegido por su confianza y apoyo “en la carne”, en el “Templo”, sin preocuparse por ofrecer a Dios el culto verdadero del cumplimiento de su voluntad (cf. Jr 4,4; Ez 44,7; etc.).


Aunque Pablo asegura que también él tendría razones para “confiar en la carne”, en la “circuncisión”, por ser hebreo “por los cuatro costados”, fariseo, irreprensible ante “la justicia que viene de la ley”, deja de buena gana a un lado todas estas “glorias”, para entrar de lleno en su “terreno”: a él lo que le importa es Cristo, llegar al verdadero “conocimiento-experiencia-vivencia” de Cristo Jesús, experimentar la fuerza de “su resurrección”, configurándose con su muerte, para llegar él también y, con él, todos sus “hijos y hermanos”, a “la resurrección de los muertos”.

Para conseguir alcanzar a Jesucristo, por quien se siente “aferrado”, se olvida de lo que en su pasado pudo ser “gloria” terrena, humana, y se lanza hacia “lo que está delante”: la meta, que es la vocación que viene del Padre en Cristo Jesús.


a Meditando la Palabra

¿Qué me dice hoy la Palabra, qué me sugiere e inspira?
Ya desde los primeros versículos de este capítulo, siento una vez más el corazón humano, grande del Apóstol de los gentiles, preocupado y dolido por el mal que sus hijos pueden recibir de los “malos obreros”, los “impostores”, que intentan por todos los medios hacer “inútil” no sólo el trabajo de Pablo, sino todos los esfuerzos que los Filipenses han realizado en su respuesta fiel a la llamada de Cristo y a la predicación y desvelos de Pablo...


Al Apóstol, que ha experimentado hondamente la “esclavitud de la Ley”, en la que apoyaba su seguridad y que consideraba su tabla de salvación, hasta el punto de convertirse en perseguidor de los que seguían “el Camino” de Cristo, la Iglesia de Dios, le importa, por encima de todo, la “libertad”de los cristianos, los “hijos” que ha engendrado a través de la predicación entre sufrimientos, y que sigue engendrando en los dolores de la prisión. Estos se han configurado con Cristo, para dar a Dios el culto verdadero, el “culto en el Espíritu”, y Pablo no puede permitir que unos “impostores” judaizantes, enemigos de la libertad, los hagan volver a la esclavitud de la Ley y de la circuncisión.


Meditando sobre la actitud del Apóstol, expresada en estos versículos y en los siguientes, junto con el celo de Pablo como de un padre por sus hijos, me interpela e impacta la constatación del cristocentrismo de Pablo, siempre tan claro y evidente: Cristo Jesús, su conocimiento, la configuración a su muerte y a su resurrección, el ardiente deseo de “darle alcance” a él del que siente que ha sido definitivamente “aferrado”, el Apóstol sólo quiere, junto con los destinatarios de su carta, proseguir la carrera hacia la meta propuesta.

El ejemplo de Pablo es una fuerte y apremiante interpelación a mi vida de cristiana, de discípula de Jesús Maestro, un interrogante sobre cuál es el “eje”, el núcleo, en torno al cual gira mi existencia, mi vida, consagrada por el Bautismo y la profesión religiosa. ¿Es Cristo Jesús, el Maestro y Pastor bueno, su Persona, la configuración con él en su misterio pascual, el impulso que me lleva a lanzarme siempre hacia delante, sin dejar que la “libertad por la que Cristo nos ha liberado” debilite mi entrega, mi camino hacia la identificación con el Maestro, el progresivo, aunque sea lento, proceso de cristificación?

Me pregunto, a la luz de la Palabra, qué estoy dispuesta a entregar, a ofrecer y dejar a un lado para el bien de mis hermanos y hermanas en la fe y el de toda la humanidad. No puedo vivir de espaldas a “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren...” (GS, 1). Han de ser vivencias mías, al igual que de todos los “discípulos de Cristo”.

Como el apóstol san Pablo, quiero correr también yo “hacia la meta”, y siento que la única meta que de veras me puede hacer sentir plenamente realizada sigue siendo la que el Apóstol proponía a los Gálatas y por cuya consecución él confesaba seguir sufriendo dolores como de parto: hasta que Cristo se forme en vosotros (Ga 4, 19).



Y Respuesta orante a la Palabra de Dios

Es la misma Palabra la que en mi boca se hace “respuesta orante” a la Palabra, a Cristo Jesús, Señor de mi vida y de mi muerte, Palabra eterna del Padre, encarnada en nuestra carne, para dar a los hombres la vida.

Me ayuda, ante todo, el salmo 40 (39):

Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito:
me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos;

me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobre- cogidos
y confiaron en el Señor.
...
Cuántas maravillas has hecho,



Señor, Dios mío,
cuántos planes a favor nuestro;
nadie se te puede comparar.
Intento proclamarlas, decirlas,
pero superan todo número.

Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
... entonces yo digo: “Aquí estoy
-como está escrito en mi libro-
para hacer tu voluntad.”

Dios mío, lo quiero,
y llevo tu ley en mis entrañas.