domingo, 30 de noviembre de 2008

Primer domingo de Adviento
30 de noviembre de 2008


Iniciamos hoy un nuevo Año litúrgico en nuestra liturgia romana. Otras, como la liturgia ambrosiana, ya iniciaron hace semanas.
De la mano de la madre Iglesia, con la eucología, la escucha de la Palabra de Dios ofrecida en particular por el evangelista Marcos, con la celebración de los Sacramentos, de la Eucaristía en particular, nos disponemos “animosos” a celebrar y vivir el Misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad, hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor (SC 102).

La eucología de hoy en la colecta nos hace pedir al Padre que “avive”, reanime, enardezca, encienda en nosotros, al comenzar el Adviento,
el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene...
“Salir”
de mí, de mi egocentrismo, o de mis decaimientos, hacia una meta que me dará plenitud de vida: obviam Christo, el que ha venido, viene y vendrá, y así podré, podremos estar siempre con el Señor (cf. 1 Ts 4,18).


Meditando esta oración colecta, he sentido interés, casi anhelo, por “escrutar” lo que san Agustín escribió con tanta profundidad sobre todo el contenido del “deseo” en la vida humana-cristiana, la vida en el Espíritu, para caminar más velozmente hacia Dios; no puedo en este momento. Pero me parece sugestivo y hermoso y subrayo con amor, aunque no pueda penetrar en su profundidad, lo que la Iglesia pone en labios de su Iglesia en esta oración: avivar el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene... En el tiempo de Adviento, el Espíritu me ayudará a ahondar en esta realidad. Es mi deseo, casi mi proyecto, para el que invoco la gracia del Señor y la compañía de María, la Madre y trono de la Sabiduría encarnada.

Ahora quiero limitarme simplemente a transcribir, para ir saboreándolo, un texto de Odo Casel, sobre el Adviento.
Dos palabras del recordado y apreciadísimo don Ignacio Oñatibia presentan así al monje de Maria Laach, que murió en la celebración de la Vigilia pascual del año 1948:

“Casel ha sido un hombre de celda y de estudio. Dotado de un genio investigador poco común y de un conocimiento amplísimo de las fuentes literarias tanto profanas como cristianas, ha dedicado su vida entera a estudiar y mostrar la riqueza y profundidad del Misterio del culto cristiano. No ha querido hacer obra de teología personal, sino solamente buscar en las fuentes de la Tradición la auténtica doctrina cristiana e interpretarla fielmente. Casel ha sabido mantenerse fiel a su misión. Su vida ha sido simple, profunda y rica. Vivió él mismo los conceptos que vertía en sus escritos y los hizo vivir intensamente a la comunidad de benedictinas de la abadía de Santa cruz de Herstelle an der Weser, que dirigía espiritualmente”. Por hoy, transcribo el texto que es elocuente por sí solo.


ADVIENTO


Vigilia de Esposa


"Ad te levavi animam meam, Deus meus, in te confido -A Ti alzo mi alma, Señor, mi Dios. En Ti confío" (Sl 24, 1) [1] Todos los años nos impresiona de nuevo esta primera mirada de la Iglesia de Dios. Es como un niño recién nacido que abre sus ojos por vez primera y contempla el mundo y ve por primera vez a su padre y a su madre, aunque inconscientemente. La Ekklesía, en cambio, busca con plena conciencia los ojos del Padre. Eleva su mirada a Dios directamente, sin intermediarios. Este poder mirar directamente a los ojos de Dios es lo que más profundamente nos conmueve en el canto de la Iglesia.
"A Ti, mi Dios". Con estas palabras indica la Ekklesía para quién vive ella. No para sí misma, ni para criatura alguna -aunque sea la más elevada-, ni para los ángeles y Potestades. No, su mirada pasa por alto a todos ellos y por encima de ellos se dirige a Aquel a quien ama y busca exclusivamente.



El ojo del amor


La venida del Logos en la humanidad de la carne de pecado sólo fue una preparación de la verdadera Epifanía gloriosa, que empezó la mañana de la Resurrección -pero sólo para los fieles- y que al fin de los tiempos se realizará para el mundo una sola vez -la primera y la última, al mismo tiempo-. Para la santa Iglesia, la Epifanía gloriosa, el Adviento que nosotros amamos
[2] , permanece eternamente. Por eso, su primera venida en carne de humildad ella la contempla ya a la luz de su exaltación y gloria, porque mira con los ojos del amor. Ella ama también el primer Adviento. El ojo del amor ve con mayor claridad; por eso, aun en medio de la humillación, contempla ya al que será ensalzado por la Pasión; a través del vestido oscuro de la carne y a través de la cruz contempla al Glorificado. El Señor no viene, pues, a ella como Juez, sino como Salvador. ¿Y qué venida puede ser tan cara a la Esposa elegida como la de su Esposo? ¿No vamos a querer también nosotros pertenecer al número de aquellos que aman el Adviento del Señor? Cada una de las almas es esposa del Señor, que debe esperar su venida, henchida de amor. El Señor viene ya ahora continuamente y observa por la ventana si su Esposa anhela verdaderamente su venida y si desea su llegada.


En espera

"Ierusalem, surge et sta in excelso et vide iucunditatem, quae veniet tibi a Deo tuo -Levántate, Jerusalén, y sube a lo alto y contempla la alegría que te viene de tu Dios", así reza la Ekklesía el domingo segundo de Adviento
[3] . Jerusalén, la santa Ekklesía, se alza sobre la montaña de Dios y contempla la alegría de Dios. El monte de Dios es el Misterio sagrado que nos eleva de las bajezas de la vida terrena. Allí, en el Misterio, contemplamos la alegría de Dios que está a punto de llegar -objeto de esperanza-. Veniet, llegará. La Ekklesía contempla. Es, realmente, la espera de uno que viene, pero es al mismo tiempo espera que está en posesión de la presencia y de esta presencia espera con toda seguridad algo más grande todavía.

Poseemos, pues, algo y esperamos otra cosa. Exclamamos con razón: Veni! -¡Ven!-, y al mismo tiempo nos consta que el Señor ha venido ya: está aquí. No podríamos rezar con esta seguridad propia del Misterio: ¡ven!, si no hubiera venido ya; pero tampoco podríamos decir con esa seguridad propia del Misterio: está aquí, si no estuviéramos convencidos por la fe de que vendrá a completar su Reino para siempre.


A la luz del Adviento, la Iglesia camina hacia el encuentro del Señor a quien le sabe junto a ella, está en ella. Ella es la Esposa a quien acompaña el Esposo, invisiblemente, sí, pero con toda certeza: "¡No temas, Hija de Sión! He aquí que viene tu Rey" (Jn, 12, 15).
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Notas
[1] Introito del domingo I de Adviento.
[2] Cfr. 2 Tim., 4, 6.
[3] Cfr. Bar, 5, 5; 4, 36. Communio del domingo II de Adviento.

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Termino con una parte del prefacio III de Adviento, otra parte de la eucología propia de este tiempo litúrgico enriquecido con la reforma litúrgica del Vaticano II de nuevos textos, especialmente prefacios:

En verdad es justo y necesario…
darte gracias…por Cristo, Señor nuestro.

A quien todos los profetas anunciaron,
la Virgen esperó con inefable amor de Madre,
Juan lo proclamó ya próximo
Y señaló después entre los hombres.
El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría
al misterio de su nacimiento,
para encontarnos así, cuando llegue,
velando en oración y cantando su alabanza.

viernes, 28 de noviembre de 2008

La justificación por la fe

Audiencia general de Benedicto XVI
26 de noviembre de 2008



Queridos hermanos y hermanas,

Siguiendo a san Pablo, hemos visto que el hombre no es capaz de hacerse "justo" con sus propias acciones, sino que puede realmente convertirse en "justo" ante Dios sólo porque Dios le confiere su "justicia" uniéndole a Cristo su Hijo. Y esta unión con Cristo, el hombre la obtiene mediante la fe. Esta fe, con todo, no es un pensamiento, una opinión o una idea. Esta fe es comunión con Cristo, que el Señor nos entrega y que por eso se convierte en vida, en conformidad con Él. O con otras palabras, la fe, si es verdadera, es real, se convierte en amor, en caridad, se expresa en la caridad. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería verdadera fe. Sería fe muerta.

Es importante que san Pablo, en la misma Carta a los Gálatas ponga, por una parte, el acento, de forma radical, en la gratuidad de la justificación no por nuestras fuerzas, pero que, al mismo tiempo, subraye también la relación entre la fe y la caridad, entre la fe y las obras: "En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad" (Gal 5,6). En consecuencia, están, por una parte, las "obras de la carne " que son fornicación, impureza, libertinaje, idolatría..." (Gal 5,19-21): todas obras contrarias a la fe; por la otra, está la acción del Espíritu Santo, que alimenta la vida cristiana suscitando "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Gal 5,22): estos son los frutos del Espíritu que surgen de la fe.

Al inicio de esta lista de virtudes se cita al ágape, el amor, y en la conclusión del dominio de sí. El Espíritu, que es el Amor del Padre y del Hijo, infunde su primer don, el ágape, en nuestros corazones (cfr Rm 5,5); y el ágape, el amor, para expresarse en plenitud exige el dominio de sí. Volvamos a la Carta a los Gálatas. Aquí san Pablo dice que, llevando el peso unos de otros, los creyentes cumplen el mandamiento del amor (cfr Gal 6,2). Justificados por la fe en Cristo, estamos llamados a vivir en el amor a Cristo y al prójimo, porque es en este criterio que seremos juzgados al final de nuestra existencia.

El amor cristiano es tan exigente porque surge del amor total de Cristo por nosotros: este amor que nos reclama, nos acoge, nos abraza, nos sostiene, hasta atormentarnos, porque nos obliga a no vivir más para nosotros mismos, cerrados en nuestro egoísmo, sino para "Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros" (cfr 2 Cor 5,15). El amor de Cristo nos hace ser en Él esa criatura nueva (cfr 2 Cor 5,17) que entra a formar parte de su Cuerpo místico que es la Iglesia.

Desde esta perspectiva, la centralidad de la justificación sin las obras, objeto primario de la predicación de Pablo, no entra en contradicción con la fe que opera en el amor; al contrario, exige que nuestra misma fe se exprese en una vida según el Espíritu. Por tanto, para Pablo y para Santiago, la fe operante en el amor atestigua el don gratuito de la justificación en Cristo.

A menudo tendemos a caer en los mismos malentendidos que han caracterizado a la comunidad de Corinto: aquellos cristianos pensaban que, habiendo sido justificados gratuitamente en Cristo por la fe, "todo les fuese lícito". Y pensaban, y a menudo parece que lo piensen los cristianos de hoy, que sea lícito crear divisiones en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, celebrar la Eucaristía sin ocuparse de los hermanos más necesitados, aspirar a los mejores carismas sin darse cuenta de que son miembros unos de otros, etc. Las consecuencias de una fe que no se encarna en el amor son desastrosas, porque se recurre al arbitrio y al subjetivismo más nocivo para nosotros y para los hermanos.

Siguiendo a san Pablo, debemos tomar conciencia renovada del hecho que, precisamente porque hemos sido justificados en Cristo, no nos pertenecemos más a nosotros mismos, sino que nos hemos convertido en templo del Espíritu y somos llamados, por ello, a glorificar a Dios en nuestro cuerpo con toda nuestra existencia (cfr 1 Cor 6,19) . Sería un desprecio del inestimable valor de la justificación si, habiendo sido comprados al caro precio de la sangre de Cristo, no lo glorificásemos con nuestro cuerpo. En realidad, éste es precisamente nuestro culto "razonable" y al mismo tiempo "espiritual", por el que Pablo nos exhorta a "ofrecer nuestro cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios" (Rm 12,1). ¿A qué se reduciría una liturgia que se dirigiera solo al Señor y que no se convirtiera, al mismo tiempo, en servicio a los hermanos, una fe que no se expresara en la caridad? Y el Apóstol pone a menudo a sus comunidades frente al juicio final. Este pensamiento debe iluminarnos en nuestra vida de cada día.

Si la ética que san Pablo propone a los creyentes se demuestra actual para nosotros, es porque, cada vez, vuelve siempre desde la relación personal y comunitaria con Cristo, para verificarse en la vida según el Espíritu. Esto es esencial: la ética cristiana no nace de un sistema de mandamientos, sino que es consecuencia de nuestra amistad con Cristo. Esta amistad si es verdadera, se encarna y se realiza en el amor al prójimo.

Dejémonos por tanto alcanzar por la reconciliación, que Dios nos ha dado en Cristo, por el amor "loco" de Dios por nosotros: nada ni nadie nos podrá separar nunca de su amor (cfr Rm 8,39). En esta certeza vivimos. Y esta certeza nos da la fuerza para vivir concretamente la fe que obra en el amor.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Lectio divina de Filipenses 2, 1-30

a Invocación para disponer el corazón a la escucha orante de la Palabra de Dios

Señor Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
Dios de la gloria,
me postro ante ti y te adoro
como a mi Dios, mi Padre y Padre de toda la humanidad,
creada por tu amor y para gloria de la Trinidad divina.
La sangre preciosísima de tu Hijo nos ha redimido
para hacer de todos nosotros
el pueblo de tu alabanza,
por la acción santificadora de tu Espíritu de santidad.

Concédeme, Padre, espíritu de sabiduría y revelación,
ilumina los ojos de mi corazón
para que pueda conocer íntimamente tu plan de amor
revelado en la Palabra encarnada.
Pueda así yo también conocer y experimentar
cuál es la esperanza a que me habéis llamado,
cuál la riqueza de la gloria que me otorgas
y que nos otorgas a todos tus hijos en herencia.

Haz, Padre, que vea y conozca, con los ojos del corazón,
la soberana grandeza de tu poder
que has desplegado en Cristo Jesús
resucitándolo de entre los muertos
y sentándolo a tu derecha en los cielos
por encima de todo y de todos, para gloria y alabanza de tu Nombre.



(cf. Ef. 1, 15-21).


a Lectura orante

Guiada e iluminada por la luz del Espíritu Santo, “con los ojos del corazón” y no sólo con la mirada corporal y la inteligencia humana, leo una y otra vez la Palabra de Dios, guiada y acompañada por el mismo san Pablo, mistagogo del Misterio de Cristo, y bajo la óptica del beato Alberione.

1 Así, pues, si hay una exhortación en nombre de Cristo, un estímulo de amor, una comunión en el Espíritu, una entrañable misericordia, 2 colmad mi alegría, teniendo un mismo ánimo, y buscando todos lo mismo. 3 Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás como superiores a uno mismo, 4 sin buscar el propio interés sino el de los demás.
5 Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo:
6 El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios.
7 sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre,
8 se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
y una muerte de cruz.

9 Por eso lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
10 Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el SENOR
para gloria de Dios Padre.

12 Así pues, queridos míos, de la misma manera que habéis obedecido siempre, no sólo cuando estaba presente sino mucho más ahora que estoy ausente, trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, 13 pues Dios es quien, por su benevolencia, obra en vosotros el querer y el obrar. 14 Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones 15 para que seáis irreprochables y sencillos hijos de Dios sin tacha en medio de una generación perversa y depravada, en medio de la cual brilláis como estrellas en el mundo, 16 manteniendo en alto la palabra de la vida. Así, en el Día de Cristo, seréis mi orgullo, ya que no habré corrido ni me habré fatigado en vano. 17 Y aunque mi sangre se derrame como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegro y congratulo con vosotros.
18 De igual manera también vosotros alegraos y congratulaos conmigo.
19 Espero en el Señor Jesús poder enviaros pronto a Timoteo, para quedar también yo animado con vuestras noticias. 20 Pues a nadie tengo de tan iguales sentimientos que se preocupe sinceramente de vuestros intereses, 21 ya que todos buscan sus propios intereses y no los de Cristo Jesús.
22 Pero vosotros conocéis su probada virtud, pues como un hijo junto a su padre ha servido conmigo en favor del Evangelio. 23 A él, pues, espero enviaros tan pronto como vea clara mi situación. 24 Y aun confío en el Señor que yo mismo podré ir pronto.
25 Entretanto, he juzgado necesario devolveros a Epafrodito, mi hermano, colaborador y compañero de armas, enviado por vosotros con el encargo de servirme en mi necesidad, 26 porque os está añorando a todos vosotros y anda angustiado porque sabe que ha llegado a vosotros la noticia de su enfermedad. 27 Es cierto que estuvo enfermo y a punto de morir. Pero Dios se compadeció de él; y no sólo de él, sino también de mí, para que no tuviese yo tristeza sobre tristeza. 28 Así pues, me apresuro a enviarle para que viéndole de nuevo os llenéis de alegría y yo quede aliviado en mi tristeza. 29 Recibidle, pues, en el Señor con toda alegría, y tened en estima a los hombres como él, 30 ya que por la obra de Cristo, ha estado a punto de morir, arriesgando su vida para compensar vuestra ausencia en servicio mío.


a Lectura

En la lectura orante, atenta y devota, voy subrayando algunas palabras de Pablo, las que más se repiten, o aquellas que producen en mí un mayor impacto y me hacen pararme para reflexionar.
Constato cómo un tema clave de este capítulo, como de toda la carta, es el de la comunión, la común-unión, que tiene como condición indispensable la humildad, el considerar a los demás como superiores a uno mismo.

Consciente de que las fuerzas humanas, la voluntad y el empeño no son suficientes para mantenernos en esta actitud, el mismo Pablo recurre, como ya en otros puntos de sus cartas (cf. por ejemplo, 1 Co 5, 6-8), al mismo ejemplo de Cristo. Sólo mirando a Cristo, los cristianos seremos capaces de vivir el mandamiento-testamento que él mismo nos dejó: el amor fraterno.
Siguiendo este ejemplo, los Filipenses serán y seremos todos nosotros discípulos fieles y auténticos del Maestro Jesús, y podremos convertirnos en luz para los hermanos, brillar como estrellas en el mundo, manteniendo alta la palabra de la vida. Es lo que Pablo desea no para gloria suya, aunque naturalmente viviendo así, los Filipenses serán también su orgullo en el Día de Cristo Jesús; pero la intención principal del Apóstol será siempre el bien, la gloria de sus mismos hijos.

Subrayo, al final, otra joya de estos versículos de la carta: Pablo está dispuesto a derramar su sangre, es más lo hará con alegría, para rociar con ella, confirmar la fe de sus hijos de Filipos. También aquí aparece con claridad la magnanimidad del corazón de Pablo, la alegría en la entrega total de su vida, a imitación del Maestro, de Cristo Jesús. Pide que los Filipenses no sufran por esta realidad, que Pablo ve no lejana, sino que con él y como él, se congratulen y alegren.

a Medito la Palabra

Vuelvo sobre el texto de san Pablo, buceando, con amor de hija, en el corazón del Apóstol para fijar mi atención en él, en su corazón, en sus actitudes, que constituyen también preciosas sugerencias para mi vida de discípula de Jesús el Maestro.
Ante todo, me detengo en la exhortación que nace del corazón de Pablo y para la que usa expresiones a cual más apremiantes y cálidas: la exhortación a la unidad. Es actitud profundamente sentida por él, al tiempo que también necesaria en todas sus comunidades, sin excluir la destinataria de esta carta. Para pedir esta unidad que lleve a unanimidad de sentimientos y de proyectos, el Apóstol recurre al nombre de Cristo, a la comunión en el Espíritu, a la misericordia entrañable y al deseo personalísimo de que viviendo en unidad, los Filipenses colmarán su alegría.
Recuerdo una vez más cómo la alegría es una de las características de esta carta, presente repetidas veces en sus exhortaciones y constataciones.
Como resumen y síntesis de la exhortación a la unidad, acojo la invitación que creo podría decir que resume la vida del cristiano, la vida del que quiera ser verdadero discípulo de Cristo, nuestro Maestro y Señor: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo.

Me detengo en reflexión y revisión personal. No hago un examen introspectivo, sino que pido a Pablo y al mismo Jesús que me acompañen e iluminen para responder al a pregunta que suscita y provoca esta exhortación del Apóstol en mí. Las circunstancias de la vida cotidiana, los sucesos, los encuentros, los éxitos y los fracasos, producen en mí movimientos casi innumerables de sentimientos. Pero, entre todos, ¿cuáles predominan en mí? ¿Mi sentir profundo es por lo menos un pálido calco del corazón, de los sentimientos del Señor o van por otros derroteros?

La recomendación del Apóstol es hermosa, pero la siento también exigente. ¿Cómo puedo yo, con toda mi volubilidad, llegar a tener con cierta estabilidad, los mismos sentimientos del Señor? Sé que en la proporción en que, por la fuerza del Espíritu, lo vaya consiguiendo, será también mayor mi gozo, la alegría profunda a la que Pablo invita insistentemente.
¡Ojalá quienes vean una discípula, un creyente, uno que se proclama seguidor del Señor Jesús, puedan descubrir que su estilo de vida, de relación, de entrega está guiado por los mismos sentimientos de Cristo! No es fácil, pero es posible, por la gracia del Espíritu de amor, que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).

Esta magnanimidad de sentimientos, esta unidad a todos los niveles, personales y eclesiales, sería el más elocuente testimonio de que vivimos en la secuela del Señor y otros, muchos otros, podrían ser impulsados a seguir este mismo camino de gracia y salvación.
Prosigo, aunque sin olvidar todo esto que voy rumiando en mi mente, en el corazón, en las entrañas.

San Pablo no se contenta con pedir que tengamos los sentimientos del Señor Jesús, sino que pone delante, como en un espejo, el mismo ejemplo de Cristo. Y lo hace, recurriendo al himno cristológico, que ciertamente tomó de la liturgia de su tiempo, dándole algún ‘toque’ muy peculiar suyo.
Cristo Jesús, el Verbo encarnado, tomando nuestra naturaleza humana, quiso ser, aparecer en todo como hombre, casi dejando entre paréntesis (vaciándose de) las prerrogativas divinas, naturalmente sin renunciar a ellas, por su divinidad. Pero en su vida mortal, quiso rebajarse asumiendo semejanza humana no sólo, sino que, para contrarrestar la desobediencia de Adán, él, el segundo Adán, se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.

Esta referencia tan explícita a la cruz es ciertamente una característica de los escritos paulinos, y uno de esos ‘toques personales’ que el Apóstol habrá dado al himno litúrgico de las comunidades cristianas. A la humillación, al rebajarse vaciándose de sus prerrogativas – que serán patentes sólo para unos pocos en la Transfiguración – le sigue la respuesta del Padre: la exaltación del Hijo, la resurrección, el Nombre que está sobre todo nombre.

El Padre corona la obediencia filial y radical del Hijo con la gloria más grande. Esta gloria se hará patente a toda la creación: en los cielos, en la tierra y en los abismos. Y tendrá como colofón, como fruto culminante: el reconocimiento de Jesús como Señor para gloria de Dios Padre. El Padre se hace avalador de la gloria y divinidad del Hijo.
Cristo Jesús será para siempre el Señor, el Kyrios, el Resucitado, el Hijo amado del Padre.

Después del himno cristológico, san Pablo, Pablo pide a los suyos que vivan sin murmuraciones ni discusiones, irreprochables y sencillos, como hijos de Dios llamados a brillar ante los hombres como estrellas, faros de luz, que mantienen alta la palabra de la vida.
Y entre estas recomendaciones, encontramos otra joya: él mismo quiere identificarse talmente con Cristo, con su entrega total por los hermanos, que está dispuesto por ellos a derramar su sangre. Está en la prisión y presiente incluso que puede estar cerca el momento de su martirio. Lo describe con rasgos litúrgicos: aunque mi sangre se derrame como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegro y congratulo con vosotros.


No hay expresiones de victimismo, ni queja ante el sufrimiento presente y el que se puede estar acercando; en su magnanimidad, el Apóstol sabe que con su derramamiento de la sangre, con la entrega de la vida, los Filipenses y toda la Iglesia de Dios recibirán fortaleza, vida. Por esto, se alegra y congratula. Y quiere que esos mismos sean los sentimientos que embargan el corazón de los destinatarios de su carta.
La misma actitud de Pablo es la que él ha visto en Epafrodito, el colaborador y compañero de armas, que le ha servido en la cárcel en nombre y sustitución de los Filipenses. Epafrodito también había arriesgado su vida para compensar la ausencia de éstos en servicio de Pablo prisionero.
Una vez más la magnanimidad de Pablo, así como su entereza ante la posible muerte cercana son una nueva y apremiante invitación a vivir centrada en Cristo Jesús, mirando a él en todo y viviendo la entrega total y radical, en obediencia al Padre y servicio a los hermanos y hermanas, con “los ojos del corazón” puestos en el Maestro Jesús, porque él dará eficacia de salvación a todo lo que por amor se entregue y viva.

Y Puesta en oración

La oración de respuesta a la Palabra no quiero que sea ante todo otra que la del himno, que la Iglesia nos ofrece en su Liturgia de las primeras Vísperas de cada domingo.
Al orarla de nuevo, le pido al Señor Jesús que me revista de sus mismos sentimientos, que me haga discípula cada día un poquito más configurada con él, para gloria de Dios Padre, en el Espíritu Santo:

6 El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios.
7 sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre,
8 se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
y una muerte de cruz.

9 Por eso lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
10 Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el SENOR
para gloria de Dios Padre.


Concluyo con la referencia explícita al Padre Santiago Alberione, seguidor fiel de Pablo, y, por consiguiente del Divino Maestro.

Los signos de los tiempos
leíste como nadie.
Todo el afán de Pablo
vibró en tu corazón.
Tu parroquia fue el mundo;
tu púlpito, los medios
de comunicación.

Como Pablo miraste a lo alto
y alzaste tu vuelo.
Como Pablo en el diario trabajo,
buscaste el sustento.
Como Pablo tú abriste caminos
llegando a otros pueblos.
Como Pablo desprecio sufriste
por el Evangelio.

Como Pablo a su tiempo le hablaba,
le hablaste a tu tiempo.
Como Pablo, le diste a tu mundo
noticia del Reino.
Aquel fuego que a Pablo abrasaba
fue tu mismo fuego,
y el empeño y amor con que amaba fue tu amor y empeño.

Amén.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Solemnidad de Cristo Rey


Me sorprende la elección de las lecturas bíblicas que hoy hace la Iglesia en la Liturgia de la Palabra para celebrar el culmen del Año Litúrgico, la solemnidad en honor de Cristo, Rey del universo.

Si proyectáramos con nuestra imaginación de qué forma aparecerá Jesucristo al final de los tiempos como rey, quizá coincidiríamos con las expresiones de gloria, majestad, envuelto por ángeles, sentado en su trono. Así lo describe el Evangelio de Mateo (Mt 25, 31-46) y así ha sido representado desde la Alta Edad Media como Pantocrátor.

San Pablo presenta a Jesús resucitado, primicia de la humanidad gloriosa, Señor de todo lo creado, dominador de todos los enemigos, hasta de la muerte. “Él es el primero en todo” (I Co 15, 20-26.28).

El evangelista propone la imagen del juez soberano con una resonancia rural, pues lo describe separando las ovejas de las cabras, en razón de cómo haya vivido cada uno la caridad. Ante la majestad de Dios, ante el juicio definitivo y la hora de la verdad, surge la adoración, el temor, la llamada a la sinceridad de la conciencia.

Sin querer devaluar el sentido del juicio de Dios, la misma Iglesia ha querido juntar, sin embargo, los textos anteriores con la visión profética de Ezequiel y la del salmista: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22).

Al mismo tiempo que contemplas el rostro de Cristo en majestad, deja entrar en tu interior las expresiones proféticas, puestas en boca de Dios:

“Yo mismo buscaré a mis ovejas.
Seguiré el rastro de mis ovejas,
como pastor a su rebaño.
Las libraré, sacándolas de los lugares por donde se desperdigaron.
Las apacentaré. Las haré sestear. Buscaré a las perdidas.
Recogeré a las descarriadas. Vendaré a las heridas,
curaré a la enfermas, las apacentaré, las guardaré” (Ezq 34, 11.12.15-17).

El juicio de Dios acontecerá. Cristo presentará su obra ante el Padre: “Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Dios lo será todo en todos” (I Co 15,22).

No nos corresponde dictar sentencia. Sólo Dios es el justo juez, pero mientras vivimos en este mundo, Él sigue estando entre nosotros como Buen Pastor, más aún, como mendigo de nuestro amor. Así lo presenta el Evangelio, cuando señala la bienaventuranza para quienes han tenido compasión de Él en el sediento, en el hambriento, en el forastero, en el desnudo.

No podemos atemorizarnos ante el juicio de Dios y actuar como el criado que por pensar que el rey era severo, guardó su talento. Estamos llamados a pertenecer a un reino de justicia, de verdad y de paz, a ser testigos del amor entrañable de Dios, Buen Pastor, a dejarnos curar y perdonar, a tener entrañas de misericordia. Y se dará la síntesis: “Tu bondad y tu misericordia me acompañarán todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor, por días sin término” (Sal 22).

viernes, 14 de noviembre de 2008

Lectio Divina de Filipenses 1,12-30


a Invocación al Espíritu

Entro en la oración recordando la palabra de Jesús en la sinagoga de Nazaret, cuando lee el texto de Isaías 61, 1-2:

“El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido (...)
me ha enviado a proclamar un año de gracia del Señor”.

Al enrollar el pergamino y devolverlo al ministro, dijo aquella palabra solemne: «Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy.»
La oración humilde puede alcanzar del Dios de amor que esta “palabra” se cumpla hoy también en quien le suplica filial y confiadamente. Con esta confianza, invoco al Espíritu para venga también sobre mí, al tiempo que lo pido por toda la Iglesia y la humanidad:

Ven, Espíritu de Dios sobre mí,
me abro a tu presencia;
cambiarás mi corazón.

Toca mi debilidad,
toma todo lo que soy.
Pongo mi vida en tus manos
y mi fe.
Poco a poco llegarás
a inundarme de tu luz.
Tú cambiarás mi pasado.
Cantaré.

Quiero ser signo de paz,
quiero compartir mi ser.
Yo necesito tu fuerza,
tu valor.
Quiero proclamarte a Ti,
ser testigo de tu amor.
Entra y transforma mi vida.
¡Ven a mí!

(A. Torrelles y J. Palau)

a Lectura orante

“En la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el Evangelio” (SC 33). Leo y escucho la Palabra de Dios “con devoción” (cf. DV 1), despacio, una y otra vez, fijándome en lo que dice y en cómo está dicho. En la liturgia eucarística seguimos proclamando la carta de san Pablo a los Filipenses y yo quiero seguir leyendo-meditando-orando los versículos del 12 al 30 del primer capítulo, que la liturgia ha ido proclamando estos días, en lectura semi-continua de la carta, en la celebración eucarística.
Texto

12 Quiero que sepáis, hermanos, que lo que me ha sucedido ha contribuido más bien al progreso del Evangelio; 13 de tal forma que se ha hecho público en todo el Pretorio y entre todos los demás, que me hallo en cadenas por Cristo. 14 Y la mayor parte de los hermanos, alentados en el Señor por mis cadenas, tienen mayor intrepidez en anunciar sin temor la Palabra. 15 Es cierto que algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad; mas hay también otros que lo hacen con buena intención; 16 éstos, por amor, conscientes de que yo estoy puesto para defender el Evangelio; 17 aquéllos, por rivalidad, no con puras intenciones, creyendo que aumentan la tribulación de mis cadenas.
18 Y qué? Al fin y al cabo, con hipocresía o con sinceridad, Cristo es anunciado, y esto me alegra y seguirá alegrándome.

19 Pues yo sé que esto servirá para mi salvación gracias a vuestras oraciones y a la ayuda prestada por el Espíritu de Jesucristo, 20 conforme a lo que aguardo y espero, que en modo alguno seré confundido; antes bien, que con plena seguridad, ahora como siempre, Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte, 21 pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. 22 Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger... 23 Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; 24 mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros.
25 Y, persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe, 26 a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús cuando yo vuelva a estar entre vosotros.

27 Lo que importa es que vosotros llevéis una conducta digna del Evangelio de Cristo, para que tanto si voy a veros como si estoy ausente, oiga de vosotros que os mantenéis firmes en un mismo espíritu y lucháis unánimes por la fe del Evangelio, 28 sin dejaros intimidar en nada por los adversarios. Esto será para ellos señal de perdición, y para vosotros de salvación. Tal es el designio de Dios 29 que os ha concedido a vosotros, por Cristo, no sólo la gracia de creer en él, no sólo que creáis en él, sino también de padecer por él, 30 sosteniendo el mismo combate en que antes me visteis y que ahora veis sostengo.

a Medito la Palabra

Quiero meditar la Palabra proclamada, la rumio, dándole vueltas en el corazón, en las entrañas. Mi empeño será ir descubriendo de nuevo en lo que escribe Pablo, sus actitudes espirituales y apostólicas, porque éstas mismas siento que responden a lo que me sugiere a mí la Palabra, es decir a las actitudes que me invita a vivir, siguiendo el ejemplo del Apóstol.

En los vv. del 1 al 11 del primer capítulo san Pablo ha hablado ya de sus “cadenas”, de su condición de prisionero y se alegraba por la participación de los filipenses tanto en sus cadenas como en la defensa y consolidación del Evangelio.
En los vv. 12-18 prosigue sobre el mismo tema, pero no para narrar su situación personal, sino para ver esta situación y vicisitud personal en clave de historia de la salvación. Y así, en vez de ser la dificultad un obstáculo para la difusión del Evangelio, el Apóstol reconoce que sus “cadenas” están siendo beneficiosas para el Evangelio mismo. En efecto, él está prisionero, encadenado, pero “la Palabra de Dios no está encadenada” (cf 2 Tm 2,9), “hasta el punto de que en el pretorio y en todo lugar es notorio que mis cadenas brillan con el resplandor de Cristo” (v. 13).
Y por esta razón, el Apóstol confiesa que se alegra en el presente y en el futuro, no obstante que haya quien aprovecha su situación de falta de libertad exterior para predicar a Cristo “por envidia o rivalidad”(v. 15), creyendo provocar, de esta manera, ulteriores aflicciones a Pablo. (cf. v. 17).

El Apóstol sigue demostrando aquí una grande magnanimidad de espíritu, de corazón. A el sólo le importa Cristo Jesús y el anuncio de su Evangelio. Lo que podía causarle mayor sufrimiento aún, visto desde Cristo, desde el designio salvífico de Dios que “en todas las cosas interviene para bien de los que le aman” (Rm 8, 28), lo acoge como un “kairós”, como motivo de una alegría de la quiere hacer partícipes a sus “ hermanos”, los Filipenses.
Junto con la magnanimidad de Pablo, de su sentir en grande, aparece en este texto una fe profunda y firme, por encima de todo criterio meramente humano. Escribe con mucha propiedad Enzo Bianchi, en su comentario a la carta a los Filipenses, editada por las Paulinas: «Cuando el Evangelio es rechazado y discutido, posee una eficacia que escapa a los criterios mundanos que quisieran medir sus frutos. Es más, la contradicción llevada a la vida misma del Apóstol confiere al Evangelio una fuerza y una elocuencia mayores» (p. 35).

No es que pablo justifique cualquier forma de anunciar y predicar el Evangelio, sino que él pone su mirada en los frutos que produce toda predicación: “hipócrita o sinceramente, Cristo es anunciado”; y no sólo esto, sino que “Cristo será glorificado también ahora, como siempre, en mi cuerpo, sea por la vida, sea por la muerte” (v. 20). Y esta razón es suficientemente fuerte como para que a Pablo se le acrezca la alegría, una alegría que nadie le podrá quitar.
Constato, meditando el v. 20, que el Apóstol no piensa ya solamente en las “cadenas”; su mirada positiva, su sentir va más allá, hasta la misma muerte, que considera desde la misma perspectiva salvífica, desde la gran meta: Cristo Jesús.

Reflexiono sobre esta actitud interior de Pablo tan positiva, veo que no se trata absolutamente de un “estoico”, insensible ante el sufrimiento, casi masoquista; todo lo contrario es lo que vemos en todas las cartas de Pablo: recuerdo momentos en los que se muestra “como una madre” escribiendo a los Tesalonicenses, en esta misma carta a los Filipenses más adelante hablará de sus lágrimas ante los que no siguen el camino de Cristo, el camino de su cruz, sino que se alejan de él. Pablo es todo un hombre con una fuerte humanidad, pero esto no impide, es más posibilita su profunda fe, que se explica por el convencimiento de ser amado por Cristo, de que Cristo vive en él, es más de su vivir es Cristo, el cual le amó y le ama a él personalmente y se entregó por él (cf Ga 2, 20).

La experiencia viva de sentirse amado por Cristo, de que Cristo es la razón de su vida, su sentido, es la que le impulsa a gastar y entregar él también su propia vida por Cristo, la que hace que su misma muerte sea una ganancia.
Es que el encuentro con Jesucristo resucitado y vivo en el camino de Damasco, como comentaba con la profundidad y devoción que le caracteriza el Santo padre en una de sus audiencias recientes, marcó un cambio decisivo en la vida del Apóstol. Ahora ya, el sentido de su vida, su móvil en la tarea de la evangelización, su darse totalmente hasta llegar a derramar su sangre como libación sobre la fe de los Filipenses, y naturalmente de los “hijos y hermanos” de las otras comunidades que ha fundado, le es sólo motivo y causa de gozo, de alegría, en la que de nuevo pide que sus “hermanos” Filipenses participen.
Por eso concluye de forma tan hermosa: “Alegraos también vosotros de esto mismo y congratulaos conmigo” (cf. vv. 17-18).

Esta visión “cristiana” y “cristiforme” de su vida toda ella centrada en Cristo Jesús muerto y resucitado, que le causa una profunda e inquebrantable alegría, no le hace olvidarse de los Filipenses con quienes se está comunicando. La luz que resplandece en su vida entre cadenas, ya sólo le hace desear vivamente una cosa para ellos: “Lo que importa es que vosotros llevéis una conducta digna del Evangelio de Cristo, para que tanto si voy a veros como si estoy ausente, oiga de vosotros que os mantenéis firmes en un mismo espíritu y lucháis unánimes por la fe del Evangelio, sin dejaros intimidar en nada por los adversarios” (vv. 27-28).

Si me pregunto, en la meditatio, ¿qué actitudes me pide y sugiere la Palabra?, me viene espontánea la respuesta que creo me daría nuestro Fundador, el p. Santiago Alberione: ser Pablo vivo hoy. En esta frase escueta él más de una vez condensó y resumió la persona del Paulino, de la Paulina, de la Discípula, de toda la Familia Paulina: “Ser Pablo vivo hoy”.

Resumo así en pocas líneas las principales actitudes de la personalidad del apóstol Pablo: un corazón magnánimo, grande; la luz del designio salvífico de Dios sobre su vida; la fe profunda e inquebrantable por sentirse amado y salvado por Cristo Jesús; la alegría ante su situación porque todo, positivo y negativo, constituye una ventaja para la extensión del Evangelio, para dar a conocer al Señor Jesús; una visión “cristiana” de su vida, dispuesta a “gastarse y desgastarse”, hasta derramar la sangre, por Cristo y por sus “hermanos”. Y por encima de todo, Cristo Jesús, su Señor, vida de su vida, sentido y razón de la misma.

Estas actitudes son las que deseo traducir en mi vida cotidiana, para llegar a ser cada vez más, a ejemplo y con la intercesión de nuestro “padre y fundador”, según la expresión del beato Alberione, una ardiente y auténtica discípulas del Maestro Jesús.


Y Orando con la Palabra

La liturgia de nuevo es maestra para indicarme cuál puede ser la “respuesta” que doy a Dios, a Cristo que me han hablado a través de su Palabra: el salmo responsorial, que justamente el sábado hubiésemos tenido que cantar después de la lectura de Filipenses, si no hubiese coincidido en ese día la solemnidad de Todos los Santos.
El salmista, quien celebra y participa en la Eucaristía, después de escuchar el deseo vivo de Pablo, el “cupio disolvi et esse cum Christo”, espontáneamente clama:

Como busca la cierva corrientes de agua,
así mi alma te busca a ti, Dios mío:
mi ser tiene sed de Dios, del Dios vivo;
¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?

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Concluyendo mi “lectio orante”, no olvido que me siento acompañada en ella no sólo por el gran “mistagogo” Pablo, sino también por el beato Santiago Alberione, que ha sido también y lo sigue siendo a través de los escritos que de él tenemos, de los recuerdos que conservamos en el corazón, un buen “pedagogo” del misterio de Cristo. Por eso, quiero unirme a él, en esta breve oración suya al Apóstol de las gentes.

Oración a San Pablo

Apóstol san Pablo, que con tu doctrina y tu amor has evangelizado al mundo entero, mira con bondad a tus hijos y discípulos. Todo lo esperamos de tu intercesión ante el Divino Maestro y ante María, reina de los apóstoles.

Maestro de los gentiles, ayúdanos a vivir de fe, a salvarnos por la esperanza y a que reine en nosotros el amor. Concédenos, instrumento elegido, una dócil correspondencia a la gracia, para que no sea estéril en nosotros. Que sepamos conocerte, amarte e imitarte cada vez mejor, para ser miembros vivos de la iglesia, cuerpo místico de Jesucristo.

Suscita muchos y santos apóstoles que aviven el cálido soplo del verdadero amor, extendiéndolo por todo el mundo, de modo que todos los hombres conozcan y den gloria a Dios Padre y a Jesús Maestro, camino, verdad y vida.
Amén.

(del beato Santiago Alberione)