domingo, 30 de marzo de 2008

Pascua, "fuente de gozo incesante"


«Me dirijo a vosotros, niños recién nacidos, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la Madre, retoño santo, muchedumbre renovada, flor de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor.
Me dirijo a vosotros con las palabras del Apóstol: “Vestíos del Señor Jesucristo…Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo”
(según la lectura de la liturgia oriental: Los que por el bautismo nos hemos revestido de Cristo ‘somos Cristo’)» (San Agustín, Sermón 8, en la Octava de Pascua, I, 4, del Oficio de Lectura).


Hemos celebrado la semana-octava de Pascua, como “un solo día” de Pascua de resurrección. Con ella hemos entrado, según las indicaciones del RICA, en la gran “mistagogía” pascual.
La Madre Iglesia la ha celebrado con la mirada y el corazón puestos en el Señor Jesús resucitado, vencedor del a muerte y del pecado y en los neófitos, que en la santa noche pascual han recibido los sacramentos de la Iniciación cristiana, que la “Catequesis 20 [Mistagógica 21} llama con ternura como los “conducidos a la santa piscina del divino bautismo, como Cristo desde la cruz fue llevado al sepulcro” (Oficio de lectura del jueves).

Me emociona observar la repetición de palabras tan cargadas de vida y de ternura en la eucología de la semana de Pascua, no sólo, sino en toda la Cincuentena, en la que, como afirma San Atanasio, celebramos cada domingo como el domingo de la Pascua de resurrección; y lo mismo, en cierto sentido, podemos afirmar de las ferias.
Y la celebración pascual de la Pascua tendrá su cumplimiento con la glorificación de Cristo el Señor en la Ascensión ya su plenitud en el envío del Espíritu sobre la Iglesia y sobre el mundo con la solemnidad de Pentecostés.
Los verbos que he subrayado con mayor atención en la oración, presentes en las varias formas: indicativo, participio, subjuntivo..., han sido: “renacer-renacidos en la fuente bautismal, regenerar-regenerados, renovar-renovados”, verbos referidos de manera especial casi siempre a los neófitos, “los (recién) salidos de la piscina bautismal”, aunque también extensibles a toda la Iglesia, a todos los bautizados.
Se habla de la celebración Pascua como “fuente de gozo incesante, restauración de la alianza con los hombres, actualización repetida de nuestra redención…”.
Pedimos que “la participación en los sacramentos de (tu) Hijo, nos transforme en
hombres nuevos”.

La acentuación del gozo pascual la encontramos expresada claramente en los
prefacios pascuales.
La Iglesia no se cansa de repetir una y otra vez: «…con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría, y también los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan sin cesar el himno de tu gloria» (los cinco prefacios de Pascua, los dos de la Ascensión).
La motivación de esta “alegría desbordante” se expresa di diferentes maneras, pero siempre es el centro de toda la celebración de estos “Cincuenta días” santos, “fuertes” donde los haya: Cristo ha resucitado, «
el verdadero Cordero,… muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida; en la muerte de Cristo nuestra muerte ha sido vencida y en su resurrección hemos resucitado todos; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre; en él fue demolida nuestra antigua miseria, reconstruido cuanto estaba derrumbado y renovada en plenitud la salvación; ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar».
Y en la solemnidad de la Ascensión, damos gracias “porque Jesús, el Señor, ha ascendido a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres». No es fiesta de nostalgia – “¿qué hacéis mirando al cielo…?” – porque estamos seguros de que «no se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino» (I). «Después de su resurrección, ante los ojos de todos sus discípulos fue elevado al cielo para hacernos partícipes de su divinidad» (II).
La solemnidad de Pentecostés, con el mismo “escatocolo” de toda la Cincuentena pascual, ofrece la motivación propia del gozo y alegría desbordantes:
«Para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en Cristo. Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, fue el alma de la Iglesia naciente: el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos; el Espíritu que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas…».

Al concluir esta meditación orante sobre la eucología de la Octava de Pascua, recuerdo con cierta pena una constatación que la Introducción a la “Cincuentena pascual” que leo en un Misal de los fieles, y que probablemente sea muy realista.
Se expresa con estas palabras: «A pesar de ser cumbre y fundamento de todo el año litúrgico, el tiempo pascual parece llamar menos la atención de los fieles y movilizar menos que el tiempo de Adviento y, sobre todo, el de Cuaresma. Esto se debe, seguramente, al hecho de que la cincuentena pascual puede parecer una extensa llanura que se atraviesa sin mucho esfuerzo, mientras que el ascenso requiere una especial energía y dinamismo. Este modo de considerar y vivir el tiempo pascual conduce a pasar de largo ante la gracia de que es portador. Toda la vida cristiana está completamente marcada por el signo de la Pascua de Cristo, y en el corazón de cada celebración eucarística y sacramental. El tiempo pascual lo recuerda con insistencia, y ofrece a todos los creyentes, a las comunidades cristianas y a la Iglesia entera la oportunidad de tomar mayor conciencia y de integrar mejor en su existencia cotidiana esta dimensión fundamental de la fe».

Al final, me quedo con el gusto, la ternura, la fe de la Iglesia apostólica y primitiva, de la Iglesia de todos los tiempos, que en su Liturgia celebra “con alegría desbordante” la Resurrección del Señor, misterio central de nuestra fe, de nuestra redención.
Y por ello, con la Iglesia del cielo, de la tierra, quiero cantar sin cesar al Dios tres veces Santo:
¡Santo, Santo, Santo!

sábado, 22 de marzo de 2008

Sábado Santo: la noche más clara que el día


El Sábado Santo es un día muy particular dentro del año litúrgico.
No lo podemos llamar “día alitúrgico”, como se llamó cierto tiempo; también en este día, en efecto, celebramos la Liturgia de las Horas, como lo vamos a hacer dentro de unos minutos. Ya la Iglesia, en la carta de 1988 que citaba el Jueves Santo, invita a que en las parroquias el mayor número posible de fieles acudan por lo menos a la celebración comunitaria de Laudes. En algunos lugares, esta celebración se hace por arciprestazgos, y la experiencia demuestra que es una forma que hacer sentir más vivamente aún esta “oración de la santa Iglesia”.
El Sábado Santo es día lleno de misterio. Jornada de silencio meditativo y orante, de dolor y al mismo tiempo de esperanza segura. En el silencio del Sábado Santo, la Iglesia nos invita a meditar y contemplar el misterio de la Pasión de Cristo, muerto por la salvación de todos los hombres, de todos nosotros, muerto y sepultado. Y a permanecer, en compañía con la Madre Dolorosa junto al sepulcro del Señor, esperando en oración y “ayuno” su resurrección.
El Esposo le ha sido arrebatado; por eso, la Iglesia en su Constitución sobre la sagrada liturgia recomienda que, según las circunstancias, el ayuno del Viernes Santo,se extienda al Sábado Santo, para que de este modo se llegue al gozo del Domingo de Resurrección con ánimo elevado y entusiasta” (SC 110).
El que es Palabra permanece callado y su silencio anuncia la salvación en las profundidades de la muerte. La “kénosis”, el anonadamiento de Jesús ha llegado a los más profundo, mientras duerme detrás de la enorme piedra del sepulcro. La espera de la comunidad se convierte en actividad, es el tiempo de pasar de la muerte a la vida y de revestirse del hombre nuevo en Cristo; dejar que el grano de trigo muera para germinar en flor y en fruto.

Vigilia Pascual


“Oh, Noche nupcial de nuestra Iglesia,
Oh Noche, que a todos da la vida.
Oh Noche, de gozo sin frontera.”


La Vigilia Pascual se centra en la gran “buena noticia” comunicada a las mujeres: “Ha resucitado, no está aquí”. Estas palabras llenan esta Noche santa de alegría a toda la Iglesia que celebra los santos misterios.
La celebración de la Vigilia Pascual es realmente el punto central de todo el Año litúrgico. Es la Noche de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte que da un nuevo sentido a la vida: morir para vivir, aceptar la muerte para resucitar.

En su forma actual, la Vigilia Pascual consta de cuatro partes:
- Empieza con un amplio Lucernario, en torno al Cirio pascual, con el Pregón o anuncio solemne de la Pascua. Es un rito de larga tradición en la Iglesia. El texto más antiguo de bendición del Cirio ya se atribuye a Hipólito de Roma hacia el año 215.
- Se proclama luego la liturgia de la Palabra abundantemente: se trata de una especie de recapitulación de la catequesis que se ha ofrecido a los catecúmenos durante la Cuaresma: un recorrido a través de la historia de la salvación, desde la creación hasta la resurrección de Cristo: desde el Génesis, hasta el NT, con la carta de Pablo a los Romanos en su capítulo 6, que nos recuerda cómo por el Bautismo todos hemos sido “incorporados a Cristo; fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, también nosotros andemos en una vida nueva. * Después del solemne canto del Aleluya, escucharemos, en el evangelio de Mateo, la gran “buena noticia” dada a María Magdalena y a la otra María: “No temáis; sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado”. Mientras ellas, “a toda prisa, impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos”, el mismo “Jesús les salió al encuentro” y las envió como “mensajeras suyas”: “Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán”.
- Concluida la lectura de la Palabra, la tercera parte de la liturgia de esta Noche le corresponde a la liturgia bautismal, particularmente significativa cuando se celebran los sacramentos de la Iniciación cristiana. Pero, incluso cuando no hay catecúmenos que reciben estos Sacramentos, siempre en la Vigilia Pascual es vivo el recuerdo “la memoria” del Bautismo, memoria que actualiza el misterio y la gracia: se bendice el agua, todos renovamos las promesas bautismales y el sacerdote que preside la Celebración asperja a toda la asamblea con el agua recién bendecida.
- Finalmente, llegamos al punto culminante de la celebración de la Vigilia Pascual: la liturgia eucarística, momento realmente cumbre de la Vigilia, del Triduo Pascual y de todo el Año litúrgico. Puede pasarnos algo desapercibida porque se celebra como todos los días, pero realmente es el centro, la culminación de todo el Misterio de Cristo que hemos celebrado en la Cuaresma, ese Misterio en cuyo conocimiento pedíamos el primer domingo “avanzar en su conocimiento y vivirlo en su plenitud”.

Y la celebración de la Pascua no termina aquí: durante cincuenta días, en el Tiempo pascual, tiempo realmente “fuerte” del Año litúrgico, la liturgia sigue celebrando la Pascua del Señor. Pentecostés clausura la Cincuentena durante la cual la Iglesia celebra anualmente la Pascua de Cristo.
Cada uno de los domingos de este Tiempo serán llamados “domingo II, III, IV, V, VI (y VII en los lugares donde la Ascensión se celebra el jueves) de Pascua”, y no “después de Pascua” porque la liturgia los considera todos como “el gran Domingo de la Pascua de Resurrección.

El Espíritu Santo imprime su sello a toda la obra redentora del Hijo de Dios.
En el momento de despedirse de los discípulos, Jesús les dice que no los dejará “huérfanos”: va a enviarles el Espíritu, el Defensor, para guiarlos por el camino que los y nos conduce a la resurrección junto a Él y junto al Padre. Pentecostés, lo mismo que todos los misterios que celebramos en la liturgia, no es un acontecimiento del pasado. Celebra a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se manifiestan día tras día, un “memorial” que seguiremos celebrando “hasta que el Señor vuelva.

Vivir con esta conciencia y convicción, significa vivir en la lógica de la Pascua.

viernes, 21 de marzo de 2008

Viernes Santo de la Pasión del Señor

La celebración de la Pasión del Señor en la tarde del Viernes Santo es el ‘segundo momento’ de la Pascua de Jesús; el primer día del Triduo Pascual, que tuvo como pórtico la celebración vespertina de la Cena del Señor. San Pablo en la primera carta a los Corintios nos recuerda: “nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado” (1 Cor 5, 7).

La tradición pascual del Viernes Santo subraya el cumplimiento de las profecías y de las figuras de la
Pascua judía en el misterio de la Cruz de Cristo.
Son sugerentes y abundantes las homilías pascuales de varios escritores, sobre todo de algunos “anónimos” del siglo II que destacan la relación entre la Pasión de Cristo, la Pascua judía y la Pascua de Resurrección del Señor. Recordábamos ayer, la homilía del obispo Melitón de Sardes (autor del s. II). Leyendo su homilía, se siente casi su deseo de hacer presente a Cristo en medio de la asamblea que la noche de Pascua celebra el misterio central de los cristianos y la interpela con esta revelación, puesta en boca de Jesús: «Recibid la remisión de los pecados. Yo soy vuestra remisión. Yo soy la Pascua de la salvación. Soy Yo el Cordero inmolado
por vosotros, vuestro rescate y vuestra vida, vuestra luz y vuestra salvación, vuestra resurrección y vuestro Rey».

El Viernes Santo nos invita a
contemplar a Cristo Crucificado y a descubrir que la Cruz es misterio de salvación, oración y ofrenda.
La contemplación silenciosa de Cristo en la cruz, siguiendo lo que con tanta insistencia y unción nos ha enseñado el Papa Juan Pablo II en la Carta programática para el tercer milenio, “El nuevo Milenio”, nos lleva a contemplar también a los crucificados por causa de la injusticia y la violencia, por las guerras y el hambre, por la marginación y la miseria. Y nos asegura que los que contemplan de veras a Cristo en la Cruz liberadora, se convierten en liberadores de los que están esclavizados o crucificados.
En la misma línea, Benedicto XVI, al recordar los tristes acontecimientos de estos días en el Tibet, decía:
“Mi corazón de Padre siente tristeza y dolor ante el sufrimiento de tantas personas. El misterio de Jesús que revivimos en esta Semana Santa, nos ayuda a ser particularmente sensibles con su situación. Con la violencia no se resuelven los problemas, sino que más aun, se agravan”.

El Itinerario de la peregrina española Egeria (en la segunda mitad del s. IV) narra con todo detalle la celebración litúrgica de los día santos en Jerusalén, y en particular la del Viernes Santo. Lo recordamos porque la Liturgia de la Semana santa en Jerusalén influyó mucho sobre la organización de las liturgias occidentales, en estos mismos días.


La acción litúrgica de la Pasión del Señor esta tarde comienza con un impresionante silencio, mientras avanza la procesión de los ministros hacia el presbiterio.
Se desarrolla luego la celebración en cuatro momentos: la liturgia de la Palabra, la oración universal, la adoración de la Cruz y la comunión con el pan consagrado en la Celebración vespertina de la Cena del Señor.
El centro de la celebración litúrgica lo ocupa la proclamación de la Pasión según san Juan. Ya desde los primeros siglos de la vida de la Iglesia se reservó esta narración para el Viernes Santo. Es significativo que Juan haya colocado el misterio de la muerte de Jesús en el mismo momento de la Parasceve, es decir, cuando se inmolaban en el templo de Jerusalén los corderos de la Pascua de aquel año. Una vez más nos indica que Cristo es el verdadero Cordero Pascual, que quita el pecado del mundo.
En la 1ª lectura leemos el “cuarto cántico del Siervo de Yahvé”, en el que el “Siervo”, cuya imagen realiza en plenitud Cristo, se ofrece en sacrificio de expiación e intercede por los pecadores.
En la 2ª, tomada de la Carta a los Hebreos, contemplamos a Jesús “sumo sacerdote grande, capaz de compadecerse de nuestras debilidades”, que se dirige al Padre, el Único que le podía salvar de la muerte, y le suplica “con gritos y con lágrimas”. Es el Getsemaní que nos presenta la carta a los Hebreos en este texto.


Otro momento importante de la liturgia de la Pasión es el de la presentación y adoración de la Cruz. La Iglesia presenta ante los ojos de toda la asamblea el Crucificado, manso Cordero ofrecido por nosotros, llevado al matadero y cargado con nuestros pecados.

Concluiremos la celebración de la Pasión del Señor con la sagrada comunión. La Iglesia, aunque no celebre la Eucaristía el día de Viernes Santo, no se resigna a privarse de la comunión, que la pone en contacto con el misterio de aquél que Pablo llama nuestra Pascua inmolada. Siempre la comunión eucarística es comunión, participación viva y sacramental en el sacrificio eucarístico. Probablemente, sea ésta la razón fuerte que movió a Pablo VI, a conservarla tal como la había establecido Pío XII en su reforma, a pesar de algunas peticiones en contra.

Cromacio de Aquileya,
padre de la Iglesia contemporáneo de San Ambrosio, san Jerónimo y san Juan Crisóstomo, escribe en el Sermón 17 de Pascua:
«La verdadera Pascua es la pasión de Cristo; de aquí ha tomado el nombre. Nos lo muestra claramente la palabra del Apóstol cuando dice: ‘Nuestra Pascua es el Cristo inmolado...’ He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros. Comemos, pues, la Pascua con Cristo porque él nos apacienta a los que él mismo salva. Es él el autor de la Pascua, al autor del misterio. Él cumplió llevando a término la festividad de esta Pascua para podernos alimentar con el manjar de su pasión y poder recrearnos con el cáliz de la salvación».

jueves, 20 de marzo de 2008

CELEBRACIÓN DEL MISTERIO PASCUAL


Hemos llegado a los días más importantes del año litúrgico; días en los que celebramos el “memorial” del Misterio Pascual de la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. Esta celebración está en el centro de la fe y de la vida de la Iglesia. Porque en este Misterio celebramos a Cristo, nuestro Cordero pascual.

A la luz de la liturgia, queremos reflexionar acerca
de la única Pascua del Señor en los tres momentos fundamentales que recordamos en el Triduo Pascual.
La Carta de la Congregación para el Culto Divino, del año 1988 – XXV aniversario de la SC del Vaticano II - presenta el Triduo Santo con estas palabras:
«La Iglesia celebra cada año los grandes misterios de la redención de los hombres desde la misa vespertina del Jueves ‘en la Cena del Señor’ hasta las vísperas del domingo de Resurrección. Este período de tiempo se denomina justamente (en palabras de san Agustín) el ‘triduo del crucificado, sepultado y resucitado’. Se llama también ‘Triduo Pascual’, porque con su celebración se hace presente y se realiza el misterio de la Pascua, es decir, el tránsito del Señor de este mundo al Padre. En esta celebración del Misterio por medio de los signos litúrgicos y sacramentales, la Iglesia se une en íntima comunión con Cristo su Esposo».
La cita de san Agustín (254-430) parecería excluir del Triduo la Misa vespertina en la Cena del Señor. Sabemos que el desarrollo de la celebración anual de la Pascua se produjo
a partir de la Vigilia Pascual.
La peregrina Egeria en su Itinerario de viaje a Palestina y Jerusalén (en torno al año 380), describe con todo detalle todas las celebraciones que tenían lugar durante los tres días de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Y por la historia, sabemos que la liturgia de Jerusalén jugó un papel decisivo en la organización de las celebraciones del Triduo Pascual, también en Occidente.
Algunos de nosotros quizás recordaremos cómo se celebraban estos días santos antes de la feliz reforma llevada a cabo por voluntad de Pío XII: en 1951 la Vigilia Pascual, es devuelta a su natural horario nocturno. Y en los años 1955-56 se lleva a cabo la reforma de toda la Semana Santa y de manera muy especial del Triduo Pascual. Con esta reforma, el Triduo ya incluye la Misa vespertina del Jueves Santo, inclusión confirmada por la reforma litúrgica del Calendario Romano en 1969 promulgada por Pablo VI .
Y así el Triduo Pascual queda configurado como “memorial” de la Pascua de Jesús, realizado en
tres momentos consecutivos.

“... Los amó hasta el extremo”


En el Jueves Santo hacemos ‘memoria’ de la última Cena de Jesús, cuando,
“la noche que le traicionaban, instituyó el sacrifico eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz para confiar así a su Esposa, la Iglesia el memorial de su muerte y resurrección” (SC 47).
Es importante justificar el carácter típicamente pascual de la Cena del Señor. porque Jesús ciertamente vivió la Cena con los suyos en clave ‘pascual’. Y en esta Cena introdujo la institución de la Pascua definitiva, cuando, partiendo el pan, dijo: “Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros” y pasando la copa de vino:
“Éste es el cáliz de la nueva Alianza en mi Sangre derramada por vosotros...”.


La Pascua judía queda ya sustituida para los discípulos por la Pascua de Cristo. Él mismo será nuestra Pascua.
El mandato de Jesús, después de las palabras de la institución, “haced esto como memorial mío o en memoria mía” se entiende bien teniendo en cuenta esta sustitución. Porque, al instituir el sacrificio eucarístico, es como si Jesús dijera a los suyos y a todos nosotros: «De ahora en adelante, cuando celebréis la Pascua, celebradla como memorial mío, de mi pasión salvadora».
La Pascua cristiana, litúrgicamente, comienza a celebrarse cada año, donde realmente empezó, es decir, en el Cenáculo. Y la institución de la Eucaristía necesita ser colocada ahí, en el marco de la Pascua del Señor, con la referencia esencial a la Pasión y a la Resurrección.
Si el momento culminante del Triduo Pascual es la celebración eucarística de la Vigilia, cuando Cristo Resucitado se hace presente glorioso y vivo a la Iglesia Esposa con su Cuerpo y su Sangre, no podemos olvidar que todo esto fue anunciado en el Cenáculo, y que la Iglesia ha conservado en el corazón la palabra que le permite seguir celebrando cada día la Pascua de Jesús: «Haced esto en memoria mía».
Así, pues, la Vigilia Pascual y el Jueves Santo se reclaman recíprocamente y ambos se concentran en el único misterio de la Cruz gloriosa del Viernes Santo, en la
inmolación del Cordero.

La liturgia de la Palabra de la Cena vespertina del Jueves Santo, subraya también a través de la liturgia de la Palabra varios elementos pascuales.
La Iª lectura del Éx 12 habla de la institución de la Pascua judía, cuando los hijos de Israel fueron liberados de la esclavitud de Egipto: en la Palabra se recuerda el mandato de Yahvé de que el pueblo celebre de generación en generación este acontecimiento salvífico como ‘memorial’, fiesta en honor del Señor. El “haced esto en memoria mía” actualizará este mandato para la Iglesia “hasta que el Señor vuelva”.
La 2ª lectura, de la 1ª Cor 11, 23-26 habla de la institución de la Eucaristía y así nos recuerda el misterio de la Cena del Señor, la nueva Pascua, cuyo “memorial” celebraremos como anuncio y proclamación de la muerte del SEÑOR, hasta que vuelva. La Cena de Jesús mira a la Cruz, porque es la “entrega” sacramental de Cristo, que anticipa en los “signos del pan y del vino” la muerte física en la Cruz. Y la Eucaristía, ve ya la Cruz a la luz de la resurrección. Cena, Cruz, Resurrección son los tres momentos inseparables y entrelazados
en el único Misterio de Pascua.


El evangelio de Jn 13
tiene también sabor pascual, sobre todo en las primeras palabras con las que el evangelista abre el discurso sobre la última Cena: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre...». A estas palabras, en el evangelio de esta tarde escucharemos, contemplaremos el gesto de Jesús, el “Maestro y Señor”, que lava los pies a sus discípulos: lección de humildad y de servicio que Cristo quiso unir a su “memorial”. A este “gesto” también le acompaña un “mandato” por parte de Jesús, mandato no menos importante, y además siempre en relación con el “haced esto...”: “...Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 1. 14-15). Pocos renglones más adelante dirá Jesús Maestro quizás todavía en forma más categórica:
“Os doy un mandamiento nuevo que como Yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13, 34-35).
Terminamos con algunas citas de tres Padres de la iglesia, relativas al misterio que esta tarde celebraremos:
San Gregorio Nacianceno afirma:
«El Señor dio el misterio de la Pascua a sus discípulos en el Cenáculo durante la cena y el día antes de su pasión».
Y san Jerónimo: “El Salvador de los hombres celebró la pascua en el Cenáculo cuando dio a sus discípulos el misterio de su Cuerpo y de su Sangre, entregándonos así a nosotros la fiesta eterna del Cordero inmaculado».
Y san Juan Crisóstomo: “Cada vez que con conciencia pura te acercas a la Eucaristía celebras la Pascua. Pascua es, en efecto, celebrar la muerte del SEÑOR”.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Hazme tu Discípula


Mi Señor me ha dado lengua de discípulo
para que sepa decir al abatido una palabra de aliento.
Mañana tras mañana
despierta mi oído
para
escuchar como los discípulos;
el Señor me ha abierto el oído...” (Is 50, 4-5).


Texto tomado del tercer cántico del Siervo de Yahvé, los cánticos que a lo largo de esta Semana Santa nos van introduciendo cada vez con mayor hondura en el misterio de la Cruz, en la pasión – muerte- resurrección de Jesús, el Verbo encarnado, el “Siervo-Hijo”, descrito en figura por el profeta Isaías (cf. Is 42, 1ss.; 49, 1ss; 50, 4-8; 552, 13-15, 53, 1ss.).
Lo que el profeta veía y anunciaba, adquiere en Cristo una realización viva y plena.
Él es el “Siervo-Hijo” que no grita por las calles, que nunca apagó el “pábilo vacilante” ni quebró “la caña cascada”.
Él, el “Siervo-Hijo”, que en todo momento promovió “el derecho”, el que realizó en filial obediencia “hasta la muerte y muerte de cruz” el proyecto misericordioso y salvífico del Padre.

Señor Jesús, “Maestro y Señor”,
abre mis oídos para que, como discípula,
escuche tu Palabra, escuche la Palabra del Padre
y la traduzca en actitudes conformes en todo momento a su voluntad.

Hazme “mujer de la escucha” a imitación de María,
tu Madre y nuestra Madre.
Dócil a las mociones de tu Espíritu,
que me convierta de discípula que escucha,
en apóstol que pueda decir “una palabra de aliento al abatido”,
a los tantos abatidos, que viven en las calles,
en las comunidades, en los hospitales, en tantas familias...
Mujer de escucha, mujer de palabra de aliento,
que reparte y comparte con los hermanos y las hermanas
el consuelo que tu Espíritu cada día nos infunde y regala.

Señor, la Semana Santa avanza;
ya estamos en el Triduo santo de Pascua.
Que no pasen en vano para mí, para ningún cristiano
estos días de gracia y de salvación.
Que tu Sangre derramada por nosotros
y por todos los hombres y mujeres de ayer, de hoy, de mañana,
nos purifique, nos libere de todo mal,
nos haga hijos e hijas en el Hijo, en ti, Jesús,
el Hijo amado del Padre Dios.
Que el agua y la sangre que brotan de tu costado abierto,
sean de veras el “océano de tu Misericordia
que inunda al mundo entero”.


Acompañando a la Virgen María,
quiero vivir el Misterio de tu Cruz,
y acompañar también el misterio de las tantas cruces
y tantos crucificados que viven hoy
desesperanzados por las guerras,
el hambre, la soledad, el sin sentido...


Señor Jesús, Maestro y Pastor,
Crucificado y Glorioso,
ten piedad de toda la humanidad,
de todos nosotros y nosotras;
sobre todos derrama tu infinita Misericordia,
para que lleguemos, purificados de todo pecado,
a celebrar con gozo y alegría desbordante
tu santa y feliz Resurrección.

martes, 11 de marzo de 2008

Domingo V de Cuaresma

Prefacio

En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno,
por Cristo, Señor nuestro.

El cual, hombre mortal como nosotros
que lloró a su amigo Lázaro,
y Dios y Señor de la vida que lo levantó del sepulcro,
hoy
extiende su compasión a todos los hombres
y por medio de sus sacramentos
los restaura a una vida nueva.

Por él, los mismos ángeles te aclaman con júbilo eterno,
y nosotros nos unimos a sus voces
cantando humildemente tu alabanza:

Santo, Santo, Santo…

Este V domingo del tiempo de Cuaresma completa, en cierto sentido, la catequesis bautismal que la liturgia nos ha ido ofreciendo en este año del ciclo A con los evangelios y toda la liturgia de la Palabra de los domingos de la “samaritana – del agua viva” -, del “ciego de nacimiento – Bautismo-luz” y “resurrección de Lázaro-vida”.
Acompañados e iluminados por esta Palabra de Dios, los catecúmenos, y toda la Iglesia hecha “catecúmena” con los catecúmenos, se han ido preparando y disponiendo a la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana en la Noche santa de la Pascua.

La eucología de este domingo (oración colecta, oración sobre las ofrendas y oración después de la comunión) se centran en la “obra de la salvación” realizada por Cristo Jesús en su misterio pascual, cuya actualización y “re-presentación” es la celebración eucarística.
El Señor Jesús que se entregó por “la salvación del mundo”, el efecto del “sacrificio” que estamos celebrando, la comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo: esto celebramos, recordamos actualizando en el sacrificio eucarístico que el nuestro Señor quiso “entregar a la Iglesia como “memorial de su muerte y resurrección” (SC. 47).

Fijamos un momento nuestra meditación-orante sobre el prefacio que nos parece resume en forma casi poética, pero muy humana y real, el contenido de la liturgia de la Palabra y en particular el eventote la resurrección de Lázaro, descrita con todo detalle por el evangelista Juan.

Este prefacio nos presenta al Señor Jesús como Verbo encarnado, “hombre mortal como nosotros” que llora a su amigo. Hubiese podido impedir que su amigo muriese, pero quiso esperar, detenerse dos días en Galilea, no por masoquismo, para sufrir y llorar luego al amigo muerto y enterrado “desde hacía cuatro días”, sino, como dice claramente Juan, para que los discípulos crean: “me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis”. Y en el momento inmediatamente anterior a la resurrección del amigo, dirigiendo su mirada al Padre, extiendo su finalidad salvífica a todos los presentes:
“Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”.
Pero, además de ser “hombre mortal como nosotros”, Jesucristo es “Dios y Señor de la vida” y por eso puede “levantar”, resucitar a Lázaro del sepulcro.
En la celebración litúrgica, Cristo no sólo resucita al amigo de Betania, sino que “hoy extiende su compasión a todos los hombres”. Una vez más encontramos en la liturgia el adverbio de tiempo tan importante, que nos dice que la “historia de la salvación” no es una historia de acontecimientos salvíficos sucedidos en el pasado, sino que es “historia de salvación que incluye el pasado, el presente y el futuro, y canta, celebra la acción misericordiosa de la Trinidad que a través del Verbo encarnado irrumpe en la historia, en la historia de cada hombre de ayer, de hoy y de mañana, en mi historia.
Me gusta recordar aquí las palabras tan profundas y consoladoras del papa Benedicto XVI en su segunda encíclica: “La fe cristiana nos ha enseñado… que Dios ha querido sufrir con nosotros y por nosotros. Citando a san Bernardo, prosigue: “Dios no puede padecer, pero puede compadecerse. El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder Él mismo com-padecer con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana, ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer… y así aparece la estrella de la esperanza” (Spe Salvi, n. 39).
Cristo “extendió su compasión a todos los hombres”, y hoy llora – con su Cuerpo que es la Iglesia, “con todos los que lloran” – por sus amigos muertos, oprimidos, marginados, enfermos, con todos los “muertos”. Y nos enseña a todos a “enjugar las lágrimas” de cuantos sufren justa o injustamente, a ser, como Él, buenos “samaritanos” del prójimo que sufre y muere.
Su “compasión” hoy se hace actual en cada eucaristía, en cada “sacramento” y en cada hermano que “com-parte” sufriendo “con el otro y por el otro” (id.).

Nuestro camino hacia la Pascua, se reviste así de esperanza, a pesar de las dificultades de la vida, de las pruebas. Como los santos, queremos
“del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza” (id.).
Nos preparamos a renovar con los catecúmenos y con toda la Iglesia los sacramentos de la iniciación cristiana, recibiremos el abrazo del Padre “rico en misericordia” en el sacramento de la reconciliación, y un año más, por el poder del “Espíritu que habita en” nosotros, sepultados con Cristo en su muerte, resucitaremos a la “vida nueva” (cf. Rm 6, 3ss).
Hoy Cristo Jesús, nuestro Maestro y Salvador, sigue ejerciendo su “compasión” con todos los hombres, y
“los – nos – restaura a una vida nueva”.

Nuestra respuesta, nuestra oración no puede ser sino una “aclamación” jubilosa, unida a la de la Jerusalén celestial. Queremos que la Trinidad nos admita en el coro de los ángeles y santos, en compañía de nuestros seres queridos difuntos que confiamos a la misericordia del Padre, para cantar también nosotros, hoy, y día y noche sin cesar: ¡¡Santo, santo, santo…!! (cf. Ap 4, 11).

domingo, 2 de marzo de 2008

“Festejad a Jerusalén,
gozad con ella todos los que la amáis...”


¡Con qué rapidez avanza la Cuaresma de este año!
Ya estamos en el corazón, en el medio, casi casi en vísperas de la Pascua...

Una vez más, inicio con una cita de C. Urtasun; de manera bien hermosa dice lo que yo pienso y oro mientras tomo conciencia del avanzar de la Cuaresma.
“El día de Pascua, el día más grande que hizo el Señor, cada vez está más cerca.
Esta colecta de hoy lo transpira por todos los lados. Parece que a la Iglesia no le cabe en el corazón de Esposa y de Madre el gozo que esto le causa, y quiere comunicárselo a sus hijos, no solamente en los cantos antifonales y sálmicos, sino que también lo vuelca en infinita ternura y entusiasmo en esta colecta” (p. 176).

El motivo fundamental de tanto gozo es la reconciliación de los hombres con Dios por medio de la Palabra hecha carne, el Verbo encarnado, que el Padre envió a la tierra como expresión de su amor infinito a los hombres, “para que el mundo se salve por él” (cf. Jn 3, 16s.). La redención humana y la perfecta glorificación de Dios Padre, en el Espíritu, es la “obra grande” que Cristo Jesús realiza asociando “siempre consigo a su amadísima esposa, la Iglesia” (cf. SC 5.7). Reconociendo este don tan grande, la Iglesia pide al Padre que “el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa a celebrar las próximas fiestas pascuales”.
Las “catequesis bautismales” que la liturgia de la Iglesia ofrece a los catecúmenos que se preparan a recibir en la santa Noche de Pascua los sacramentos de la Iniciación cristiana, que todos nosotros renovaremos como nuevo don y compromiso en la Vigilia Pascual, nos invitan en este IV domingo, domingo “Laetare”, a “apresurar” nuestra preparación, nuestro proceso bautismal y penitencial, para que podamos celebrar y vivir en plenitud el Misterio Pascual de Cristo, que a lo largo de la Cuaresma queremos revivir y conocer más profundamente, como pedíamos en la oración colecta del primer domingo de Cuaresma.
La segunda antífona de las primeras vísperas de este domingo parece hacer eco de esta misma oración y espíritu: “Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz”. La antífona está ciertamente, ante todo, en sintonía con toda la liturgia de este domingo. El domingo que podríamos llamar “de la luz”. Ya es hora de despertar del sueño, es hora de abrirse a la luz de Cristo, que vino y viene a curar todas nuestras cegueras, como al ciego de nacimiento.
Pablo en la segunda lectura nos dirá:
“En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz”.

El prefacio subrayará todavía con más fuerza:
“...
es nuestro deber darte gracias... por Cristo, Señor nuestro,
que se hizo hombre para conducir al género humano,
peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe,
y a los que nacieron esclavos del pecado,
los hizo renacer por el bautismo,
transformándolos en hijos adoptivos”.

La oración sobre las ofrendas manifiesta de nuevo el gran gozo de la celebración de “este domingo” mientras volvemos a suplicar que celebremos “los santos misterios con fe viva”, ofreciéndolos por la salvación del mundo.

Y la oración después de la comunión pide que el Padre, por Cristo y en la unidad del Espíritu, ilumine nuestro espíritu con la claridad de su gracia,
“para que nuestros pensamientos sean dignos de ti y aprendamos a amarte de todo corazón”.

Gozo, alegría, tinieblas-luz, iluminación, fe viva, rapidez, solicitud...
Palabras que expresan actitudes que impregnan la liturgia de este día, la oración de la Iglesia, Madre-Esposa, que espera con “fe viva” la celebración llena de esplendor de la Pascua de Cristo. Una oración que es preparación al canto del Aleluya, del Exultet, del triunfo del Resucitado sobre la muerte, las tinieblas, el pecado.
Nuestra esperanza se hace ya realidad. Por eso, el tono de la liturgia de hoy es ya cierto tono de fiesta, aunque sea una “fiesta cuaresmal”, que todavía vivimos en la espera del triunfo definitivo del Señor Jesús, para gloria de Dios Padre.