jueves, 25 de diciembre de 2008

Lectio Divina de Filipenses 3,17-21


a Oración para disponer el corazón

Espíritu Santo,
tú que sembraste la esperanza
en el corazón de María de Nazaret
y alumbraste en su seno
al Salvador del mundo,
abre mi corazón al gozo de la escucha,
una escucha atenta y dócil a tu Palabra.
Haz que, iluminada y guiada por esta Palabra,
todo mi ser se disponga a salir animosa
al encuentro de Cristo Jesús, mi Señor;
el que ha venido, viene siempre y vendrá
a hacer nuevas todas las cosas,
según el proyecto del Padre,
para la salvación de todos los hombres
y mujeres de nuestro mundo
en nuestro “hoy”.
¡Ven, Espíritu Santo!

a Lectura orante

Conducida e iluminada por la presencia del Santo Espíritu, el “mistagogo” más eficaz del Misterio de Cristo el Señor, presente en su Palabra, quiero dejar que sean también el apóstol Pablo en este “año paulino” y el padre Alberione, quienes me vayan acompañando en la penetración devota de la Palabra de Dios.
Leo y medito la palabra de san Pablo a los Filipenses, pero ciertamente la meta, sí es la de profundizar en el corazón del Apóstol, pero como “mediación-puente” para llegar al Señor Jesús, al encuentro con él porque también yo como Pablo, me atrevo tímidamente a decir que, a pesar de todas mis deficiencias y pecado, “para mí la vida es Cristo”, con el Padre y el Espíritu divino.
Con este ánimo paso a leer y re-leer los últimos versículos del tercer capítulo de esta carta tan entrañable del Apóstol de las gentes.

17Hermanos, sed imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros. 18 Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo, 19 cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan más que en las cosas de la tierra.
20 Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, 21 el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas.


Con estos versículos concluye el cap. 3 de la carta a los Filipenses. Los dejé, aunque sean breves, porque siento que son de un contenido profundo, que merecen una ruminatio propia. Cuando en los últimos días del año litúrgico, antes de proclamar el Apocalipsis, la Iglesia en su liturgia eucarística nos ofrecía la carta a los Filipenses, las palabras de san Pablo en estos versículos me impactaron de manera especial.
Por eso, quiero volver sobre ellas, reviviendo lo que aquel día y luego me sugirió esta Palabra.

Me fijo ante todo en Pablo quien, con todo derecho y verdad, se propone como modelo a imitar por parte de sus hijos de Filipos.
Acto seguido, pasa el Apóstol a hablar, en forma que puede casi parecer misteriosa y sorprendente, de los que actúan “como enemigos de la cruz de Cristo”. Y Pablo llora recordando estos hermanos, probablemente judíos, los “judaizantes” que encuentran su apoyo y seguridad en la “carne”, es decir, en la fidelidad rigurosa a la ley relativa a los alimentos puros e impuros y a la circuncisión. El mismo Pedro en la visión del gran lienzo con toda clase de animales, en Cesarea, se niega a obedecer a la palabra que le ordena: “Levántate, Pedro, sacrifica y come” y lo hace con la energía con la que rechaza en el primer momento que su Maestro le lave los pies (cf. Hch 10, 13-14; Jn 13, 6-10).

Pablo, que ha sido fiel cumplidor irreprochable de la Ley, en la que encontraba toda su seguridad, sabe por experiencia cuánto puede costar a un judío fiel dejar a un lado estas seguridades, para aceptar la libertad que Jesús, el Mesías nos ha traído. Sus lágrimas ante la actuación y predicación de estos “hermanos suyos en el judaísmo”, quizás sean lágrimas de profundo dolor, emoción, com-pasión fraterna.

Llega a llamarlos enemigos de la cruz de Cristo, porque, como dice a los Gálatas “Si os circuncidáis, Cristo no os aprovechará nada”, pero es el mismo Pablo que se declara dispuesto a ser un “proscrito”, con tal de cooperar a la salvación ante todo de los de su raza (cf Rm 9-11). En este contexto se atreve a decir a los gentiles, los destinatarios más propios de su ministerio, que los judíos “en cuanto al Evangelio, son enemigos para vuestro bien (...) porque “los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (ib. 11, 29).

En contraste con la actitud de los que no quieren acogerse a la salvación que viene de la cruz de Cristo, san Pablo recuerda a los Filipenses, que él y ellos y todos los que siguen al Señor Jesús, son ya ciudadanos del cielo, con una sola esperanza, que es seguridad: la venida “como Salvador” del “Señor Jesucristo”, que transformará el mismo pobre cuerpo mortal a imagen de su cuerpo glorioso.


a Medito la Palabra

Muy brevemente, porque lo que me sugieren estos versículos ya queda dicho en la lectio.
Una palabra sólo sobre la com-pasión de san Pablo, sus lágrimas que me emocionan, me inspiran los sentimientos que, como cristiana-discípula del Maestro que cargó con el pecado de todos e intercedió por los pecadores (cf. Is 53), estoy llamada a vivir. No soy mejor que nadie, ni creo que el espíritu de reparación sea actitud de quienes se sienten más perfectos que los demás.
Soy pecadora, somos todos pobres pecadores, excepto la Madre Inmaculada que justamente celebramos con alegría grande en estos días, pero todos los cristianos estamos llamados también a hacer lo que decía Pablo a los cristianos de Colosas: “Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo” (1, 24), comprendiendo bien el sentido que el Apóstol da a estas palabras, que explícitamente refiere “a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”.

Más que detenerme en sugerencias concretas, quiero contemplar e imitar el corazón de san Pablo, su amor ardiente a Cristo, vida de su vida, razón de todo su apostolado y sufrimientos. Amor también a la Iglesia, y en la Iglesia, a todos: judíos y gentiles. Para Pablo no hay barreras de raza, género, cultura.
A é sólo le preocupa e interesa que todos vayamos hacia la única meta, que es nuestro Salvador Jesucristo.
Esto me queda como síntesis del tercer capítulo tan denso de la carta a los Filipenses, al tiempo que como oración y petición que el Espíritu me vaya formando cada vez un poco más a imagen de Jesucristo Maestro, siguiendo las huellas, las sendas trazadas por Pablo, y de forma también cercana aunque siempre en la misma línea, por el beato Santiago Alberione.

Y Oro la Palabra con la Palabra

He iniciado hace muchos días, casi al comienzo del Adviento, esta reflexión que concluyo en unos minutos el día de la Navidad.
Mi oración será, en pleno clima navideño, el cántico que la Iglesia cantará en las primeras Vísperas de la Epifanía, tomadas de la I Timoteo 3, 16:

Alabad al Señor, todas las naciones.

Cristo, manifestado en la carne,
justificado en el Espíritu.

Cristo, contemplado por los ángeles,
predicado a los paganos.

Cristo, creído en el mundo,
llevado a la gloria.

Alabad al Señor, todas las naciones.

martes, 23 de diciembre de 2008

Día ‘normal’ dentro de la ‘peculiaridad del Adviento’


La eucología menor de este día en la liturgia eucarística me ha impactado de manera especial. Me ha parecido casi nueva, o por lo menos, singularmente bella. No me voy a extender en la reflexión; sólo subrayaré algo que me ‘tocó de manera especial.
Como todos los días de la ‘octava’ que precede la Navidad, del 17 al 24, todas las oraciones de la liturgia insisten sobre la venida ya cercana del Emmanuel, la Navidad que se aproxima. Así, el día 23 la oración colecta recuerda que nos estamos acercando a las fiestas de Navidad, y por eso, la Iglesia se atreve a pedir que el ‘Hijo que se encarnó en las entrañas de la Virgen María’ para ser nuestro Emmanuel, El que quiso vivir entre nosotros, nos haga partícipes de la abundancia de su misericordia.
Vemos el entrelazarse de los verbos, en todas sus formas y modos. La Navidad se acerca y es al mismo tiempo una realidad futura “en el sacramento”; el Hijo se encarnó en el tiempo y lugar que conocemos por el Evangelio y el móvil de la Encarnación fue el de vivir entre los hijos de los hombres, entre nosotros; luego, con el modo subjuntivo expresamos “la gracia que se quiere obtener”: ser partícipes de la abundancia de su misericordia.


La oración sobre las ofrendas expresa de una manera muy clara la doble dimensión de la Eucaristía, de toda acción litúrgica: con la oblación (aquí, como en muchas otras oraciones sobre las ofrendas, se anticipa lo que es el ‘ofertorio’ de la Misa: en la anámnesis después del Relato de la Institución, en el gran ‘offerimus’ del Memorial) se realiza la dimensión ascendente: alcanza su plenitud el culto que el hombre puede tributar al Padre, por Jesucristo, en el Espíritu.

Pedimos que esta ofrenda de la Iglesia y de todos nosotros nos obtenga el don del restablecimiento de nuestra amistad: ante todo, naturalmente, con Dios, y también con nosotros mismos y con los demás. Esta ‘amistad’ restablecida, nos permitirá celebrar renovados en gracia el nacimiento de Jesús, nuestro Redentor (dimensión descendente de la Eucaristía).

Me queda la oración después de la Comunión, que podría decir resume todo el espíritu del Adviento, con un enlace entre lo que pedíamos en el primer domingo: ‘avive nuestro deseo de salir al encuentro de Cristo que viene’ y la celebración de la Navidad. En la oración pedimos el don que los encierra todos: la paz del Señor. Ésta será la actitud más acertada para salir al encuentro de Cristo que llega, sin temor, y con las lámparas encendidas.

Con esta disposición, guiada por la eucología de la madre Iglesia, entramos ya en la Navidad, en la “pascua de navidad”

Al escribir este título, el pensamiento espontáneo y agradecido va al prof. Adrien Nocent, del que tod@s sus
alumn@s conservamos viva memoria y reconocimiento por cuánto nos enseñó, con profundidad de doctrina y testimonio de vida y de servicio a la reforma litúrgica del Vaticano II. Él se congratulaba con los alumnos españoles de San Anselmo, al recordar cómo sólo en la lengua española, nos felicitamos la Navidad, recordando la ‘Pascua’.

Y quizás en Toledo, más que en otros lugares en los que pasé los últimos años, la felicitación que recibo por las calles es la de “¡Felices Pascuas!”. Esta misma mañana – 28 de diciembre, fiesta de la Sagrada Familia – mientras yo, al salir de la Eucaristía de las 11, felicitaba a las familias conocidas que habían participado en buen número: abuelos, padres e hijos en la Eucaristía, ellas y también otras personas con las que me crucé en el camino de vuelta a casa, me felicitaban con esa expresión, y constato, por lo menos, eso creo descubrir, que no se trata de una rutina “¡¡Felices Pascuas, hermana!!”

Navidad y Misterio Pascual no pueden ir separados. Nos lo recuerda el mismo san León Magno’ en su Sermón I en la Natividad del Señor, 1-3. Lo leímos precisamente el Oficio de lectura de la Navidad:

Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador, alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nace la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida.
(...)Demos, por tanto, gracias a Dios Padre por medio de su hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó (...) para que gracias a él fuésemos una nueva creatura, una nueva creación.
(...) Reconoce, cristiano, tu dignidad (...) porque tu precio es la sangre de Cristo.


Tengo en este momento ante mis ojos la felicitación de nuestra Superiora general con su consejo a todas las Hermanas de la Congregación. Dice entre otras cosas: ‘La meta de la gran peregrinación (siguiendo a Jesús a lo largo e su vida, desde Belén a Jerusalén) será Jerusalén: ciudad de la paz siempre deseada y siempre violada. (hoy se hace más vivo y penoso esto con lo que está sucediendo en Gaza). Aquí la pascua nos hará realmente discípulas. Belén y Jerusalén, Navidad y Pascua, discípulas y Maestro, realidades inseparables del único misterio del Dios hecho hombre que nos salva de la tristeza de una vida cerrada en la muerte’.

En todos estos días la liturgia nos acompaña con textos de especial profundidad y ternura. Las oraciones, antífonas, lecturas que nos va ofreciendo la liturgia nos hablan de la ternura del Dios hecho Niño en Belén y de la perspectiva pascual. El relato evangélico de la celebración eucarística de este día nos pone bien evidente: la ternura del anciano que coge en brazos al Niño Dios, la profetisa Ana que anuncia a todos la liberación que Jesús trae a su pueblo; las palabras de Simeón a María con la perspectiva de la diversa acogida que recibirá su hijo por parte de su pueblo y la ‘espada’ que a ella le atravesará el alma. Navidad-Pascua. La kénosis del Hijo de Dios que nos recuerda que el camino seguido por él es la senda que marca a sus
discípul@s, a tod@s l@s que queremos seguir sus huellas.

Con María, la Virgen Madre, que recordaremos con particular cariño y devoción, de manera especial y total el día 1 de enero, entrando con ella en el año 2009,
acompañad@s y sostenid@s por la bendición del Señor:

‘El Señor te bendiga y te proteja,
ilumine su rostro sobre ti
y te conceda su favor.
El Señor se fije en ti
Y te conceda la paz’.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Retiro “Legión de María”

El retiro a los miembros del “Comitium Virgen del Sagrario” de Toledo, ha sido una preciosa ocasión, un kairós diría, para penetrar y ahondar en el espíritu de la Legión de María, en la que he sido llamada a prestar un servicio de hermana.
Una vez más he constatado cómo siempre que te preparas reflexionando y orando para ofrecer algo a los demás, eres tú quien recibes mucho más que lo que intentas dar. Y el Señor es de veras “quien da el crecimiento”, como dice mi Padre san Pablo.
El día 13 de diciembre, jornada de retiro de la “legión de María” ha sido un día de especial e intensa oración, de fraternidad, de convivencia y amistad. Se respiraba la presencia de la ‘Madre’por todos los costados, junto con la presencia de Jesús Eucaristía a lo largo de toda la mañana, concluida con la celebración culminante del Sacrificio eucarístico.
No faltó después de la comida fraternal, la vista de unos DVD sobre Pablo y Bernabé. Y naturalmente, como broche de todo, las oraciones del santo Rosario unido a las plegarias propias de la Legión.

martes, 2 de diciembre de 2008

De Adviento a Navidad

El Adviento es siempre un tiempo litúrgico con un particular color de esperanza y ternura, tiempo de soñar, desear, augurar...
Así he intentado vivirlo, cogida de la mano de la Virgen-Madre.

29 de noviembre

La Confer diocesana nos invitó a tod@s los y las religios@s de la Diócesis de Toledo a prepararnos junt@s al Adviento y a la Navidad con una mañana de retiro: de 10.30 a 14 horas. Esta vez lo animó un Padre Franciscano. Muy centrado el tema del Adviento, y la consigna final, que me llenó el corazón de discípula: Recordad: ¡Eucaristía – Eucaristía – Eucaristía!.
Concluimos el retiro, después de un tiempo prolongado de oración personal ante el Santísimo Sacramento expuesto solemnemente, con la Celebración comunitaria de la Penitencia, en la fórmula B.
Varios Sacerdotes se prestaron para la celebración individual. Y concluimos, como establece el Ritual, dando gracias al Señor comunitariamente.
Al final, saliendo ya, nos felicitamos mutuamente la Pascua de Navidad, aunque todavía teníamos en programa un encuentro el día 23, para escuchar y felicitar a nuestro Cardenal recién llegado de Roma, y otra cita para tod@s el día 26, para celebrar en fiesta intercongregacional la Navidad.

Estos encuentros animan, favorecen el conocimiento mutuo, la amistad, la intercomunicación y el intercambio de los bienes que cada un@ vive, posee y sobre todo de lo que cada un@ es.
¡Bendito Concilio Vaticano II que ha abierto las puertas de los conventos y comunidades religiosas, haciendo que vivamos así más de forma más sensible y visible la comunión profunda que siempre nos ha unido en un mismo ideal, vivido y manifestado con los diferentes carismas al servicio de la Iglesia-comunión, para el bien de todos los hermanos!
Y ¡bendita sea también la Confer, que, en una “Iglesia de comunión”, alienta y orienta a l@s religiosos y religiosas que vivimos y operamos en nuestra España de “hoy”, al servicio de los hermanos!

Por todas estas realidades y por muchas más, hoy y siempre: ¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo...!

lunes, 1 de diciembre de 2008

Velando en oración y cantando tu alabanza

Es hoy un día particular para mí. Recuerdo el 38º aniversario del fallecimiento de mi madre. Todo el día la tengo particularmente presente, con cariño y emoción de hija. Sé, por la fe en la misericordia del Padre y también por la bondad excepcional de su vida, que contemplando la augusta Trinidad, ella reza con y por todos nosotros, y canta también al Dios tres veces santo el Sanctus de la Jerusalén celestial (cf Ap 4, 8).
Me acompaña su pensamiento, su recuerdo, mientras oro con la oración colecta de este día, que resuena en mi interior con tonos de gozo y esperanza:

Concédenos, Señor Dios nuestro,
permanecer alerta a la venida de tu Hijo,
para que, cuando llegue y
llame a la puerta,
nos encuentre
velando en oración y cantando tu alabanza.

La Iglesia de la tierra en su liturgia, pide permanecer “alerta”, despierta, porque el “que viene” es Alguien importante: es el Hijo del eterno Padre en la realidad de nuestra carne, asumida en el vientre de María por obra del Espíritu.
Él tiene que llegar, ha llegado ya, llega cada día, hoy mismo en la Eucaristía, en la gracia, con su presencia sanadora y salvadora en los sacramentos, en los hermanos y hermanas y llegará glorioso y triunfante al final de los tiempos.
Está llamando, siempre, a mi puerta, a la puerta de todo creyente, de la Iglesia entera (Ap 3,20).
La Iglesia, con ánimo de esposa y de madre, quiere disponerse, y eso me pide hoy a mí, recordando a quien tanto amo, a recibir, a salir al encuentro del Esposo que está a la puerta y llama, para que Él me/nos encuentre, velando en oración y cantando su alabanza.
Es ésta la actitud más propia del Adviento: actitud teologal del y de la que espera al Señor; sabe que ya vive en ella, pero le sigue esperando en la celebración litúrgica del misterio de la Navidad y en su venida gloriosa y definitiva al final de la historia.

Por eso, mientras aguardamos la gloriosa venida, no nos cansamos de cantar, unidos a los ángeles y a los santos, en comunión y sinfonía con todos los moradores de la santa Jerusalén celeste el


Santo, Santo, Santo...
Amén. Aleluya.



Lectio divina de Filipenses 3,1-16

a Invocación para disponer el corazón

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo,
padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido.

Luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo;
ven, dulce huésped del alma,
don en tus dones espléndido.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del alma
si Tú le faltas por dentro (...).

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo(...)..
(de la secuencia de Pentecostés)

Ven, Espíritu de sabiduría, entendimiento, ciencia y consejo; Espíritu de piedad, ¡ven!
Introdúceme en el misterio de la Palabra de Dios, haz que se “encarne”, en mi mente, en mi voluntad, en mi corazón, en todo mi ser. Condúceme, tú que eres el “Maestro interior”, el “mistagogo”, al encuentro vital con Cristo Jesús, la Palabra hecha carne.
Iluminada y guiada por la Palabra, confío en que Tú formarás en mí una auténtica discípula de Jesús Maestro, siguiendo las huellas del apóstol Pablo.

a Texto

1 Por lo demás, hermanos míos, alegraos en el Señor... Volver a escribiros las mismas cosas, a mí no me es molestia, y a vosotros os da seguridad.
2 ¡Atención a los perros; atención a los obreros malos; atención a los falsos circuncisos!
3 Pues los verdaderos circuncisos somos nosotros, los que damos culto según el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús sin poner nuestra confianza en la carne, 4 aunque yo tengo motivos para confiar también en la carne. Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo.
5 Circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo, 6 en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable.

7 Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo.
8 Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, 9 y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, 10 y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, 11 tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos.
12 No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús.
13 Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, 14 corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús.
15 Así pues, todos los perfectos tengamos estos sentimientos, y si en algo sentís de otra manera, también eso os lo declarará Dios.
16 Por lo demás, desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos adelante.

a Lectura orante

Sorprende encontrar aquí, después del tono tan cariñoso y familiar de los primeros capítulos de la carta, después del himno cristológico que nos había introducido en la contemplación del misterio pascual de Cristo Jesús, de su kénosis, seguida de la exaltación por obra del Padre, el tono fuerte y brusco con el que el Apóstol pone en guardia a los suyos ante las posibles asechanzas y “mentiras” de los “enemigos” de Pablo, los “judaizantes”, que una y otra vez, también en Filipos quieren atacar a la libertad de los nuevos cristianos.


El “celo” de Pablo por la “libertad”a la que Cristo llama a los suyos (cf. Ga 5,1.13) le mueve a usar palabras realmente fuertes, que evocan casi las de los profetas, que también reprochaban con energía al pueblo elegido por su confianza y apoyo “en la carne”, en el “Templo”, sin preocuparse por ofrecer a Dios el culto verdadero del cumplimiento de su voluntad (cf. Jr 4,4; Ez 44,7; etc.).


Aunque Pablo asegura que también él tendría razones para “confiar en la carne”, en la “circuncisión”, por ser hebreo “por los cuatro costados”, fariseo, irreprensible ante “la justicia que viene de la ley”, deja de buena gana a un lado todas estas “glorias”, para entrar de lleno en su “terreno”: a él lo que le importa es Cristo, llegar al verdadero “conocimiento-experiencia-vivencia” de Cristo Jesús, experimentar la fuerza de “su resurrección”, configurándose con su muerte, para llegar él también y, con él, todos sus “hijos y hermanos”, a “la resurrección de los muertos”.

Para conseguir alcanzar a Jesucristo, por quien se siente “aferrado”, se olvida de lo que en su pasado pudo ser “gloria” terrena, humana, y se lanza hacia “lo que está delante”: la meta, que es la vocación que viene del Padre en Cristo Jesús.


a Meditando la Palabra

¿Qué me dice hoy la Palabra, qué me sugiere e inspira?
Ya desde los primeros versículos de este capítulo, siento una vez más el corazón humano, grande del Apóstol de los gentiles, preocupado y dolido por el mal que sus hijos pueden recibir de los “malos obreros”, los “impostores”, que intentan por todos los medios hacer “inútil” no sólo el trabajo de Pablo, sino todos los esfuerzos que los Filipenses han realizado en su respuesta fiel a la llamada de Cristo y a la predicación y desvelos de Pablo...


Al Apóstol, que ha experimentado hondamente la “esclavitud de la Ley”, en la que apoyaba su seguridad y que consideraba su tabla de salvación, hasta el punto de convertirse en perseguidor de los que seguían “el Camino” de Cristo, la Iglesia de Dios, le importa, por encima de todo, la “libertad”de los cristianos, los “hijos” que ha engendrado a través de la predicación entre sufrimientos, y que sigue engendrando en los dolores de la prisión. Estos se han configurado con Cristo, para dar a Dios el culto verdadero, el “culto en el Espíritu”, y Pablo no puede permitir que unos “impostores” judaizantes, enemigos de la libertad, los hagan volver a la esclavitud de la Ley y de la circuncisión.


Meditando sobre la actitud del Apóstol, expresada en estos versículos y en los siguientes, junto con el celo de Pablo como de un padre por sus hijos, me interpela e impacta la constatación del cristocentrismo de Pablo, siempre tan claro y evidente: Cristo Jesús, su conocimiento, la configuración a su muerte y a su resurrección, el ardiente deseo de “darle alcance” a él del que siente que ha sido definitivamente “aferrado”, el Apóstol sólo quiere, junto con los destinatarios de su carta, proseguir la carrera hacia la meta propuesta.

El ejemplo de Pablo es una fuerte y apremiante interpelación a mi vida de cristiana, de discípula de Jesús Maestro, un interrogante sobre cuál es el “eje”, el núcleo, en torno al cual gira mi existencia, mi vida, consagrada por el Bautismo y la profesión religiosa. ¿Es Cristo Jesús, el Maestro y Pastor bueno, su Persona, la configuración con él en su misterio pascual, el impulso que me lleva a lanzarme siempre hacia delante, sin dejar que la “libertad por la que Cristo nos ha liberado” debilite mi entrega, mi camino hacia la identificación con el Maestro, el progresivo, aunque sea lento, proceso de cristificación?

Me pregunto, a la luz de la Palabra, qué estoy dispuesta a entregar, a ofrecer y dejar a un lado para el bien de mis hermanos y hermanas en la fe y el de toda la humanidad. No puedo vivir de espaldas a “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren...” (GS, 1). Han de ser vivencias mías, al igual que de todos los “discípulos de Cristo”.

Como el apóstol san Pablo, quiero correr también yo “hacia la meta”, y siento que la única meta que de veras me puede hacer sentir plenamente realizada sigue siendo la que el Apóstol proponía a los Gálatas y por cuya consecución él confesaba seguir sufriendo dolores como de parto: hasta que Cristo se forme en vosotros (Ga 4, 19).



Y Respuesta orante a la Palabra de Dios

Es la misma Palabra la que en mi boca se hace “respuesta orante” a la Palabra, a Cristo Jesús, Señor de mi vida y de mi muerte, Palabra eterna del Padre, encarnada en nuestra carne, para dar a los hombres la vida.

Me ayuda, ante todo, el salmo 40 (39):

Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito:
me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos;

me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobre- cogidos
y confiaron en el Señor.
...
Cuántas maravillas has hecho,



Señor, Dios mío,
cuántos planes a favor nuestro;
nadie se te puede comparar.
Intento proclamarlas, decirlas,
pero superan todo número.

Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
... entonces yo digo: “Aquí estoy
-como está escrito en mi libro-
para hacer tu voluntad.”

Dios mío, lo quiero,
y llevo tu ley en mis entrañas.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Primer domingo de Adviento
30 de noviembre de 2008


Iniciamos hoy un nuevo Año litúrgico en nuestra liturgia romana. Otras, como la liturgia ambrosiana, ya iniciaron hace semanas.
De la mano de la madre Iglesia, con la eucología, la escucha de la Palabra de Dios ofrecida en particular por el evangelista Marcos, con la celebración de los Sacramentos, de la Eucaristía en particular, nos disponemos “animosos” a celebrar y vivir el Misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad, hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor (SC 102).

La eucología de hoy en la colecta nos hace pedir al Padre que “avive”, reanime, enardezca, encienda en nosotros, al comenzar el Adviento,
el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene...
“Salir”
de mí, de mi egocentrismo, o de mis decaimientos, hacia una meta que me dará plenitud de vida: obviam Christo, el que ha venido, viene y vendrá, y así podré, podremos estar siempre con el Señor (cf. 1 Ts 4,18).


Meditando esta oración colecta, he sentido interés, casi anhelo, por “escrutar” lo que san Agustín escribió con tanta profundidad sobre todo el contenido del “deseo” en la vida humana-cristiana, la vida en el Espíritu, para caminar más velozmente hacia Dios; no puedo en este momento. Pero me parece sugestivo y hermoso y subrayo con amor, aunque no pueda penetrar en su profundidad, lo que la Iglesia pone en labios de su Iglesia en esta oración: avivar el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene... En el tiempo de Adviento, el Espíritu me ayudará a ahondar en esta realidad. Es mi deseo, casi mi proyecto, para el que invoco la gracia del Señor y la compañía de María, la Madre y trono de la Sabiduría encarnada.

Ahora quiero limitarme simplemente a transcribir, para ir saboreándolo, un texto de Odo Casel, sobre el Adviento.
Dos palabras del recordado y apreciadísimo don Ignacio Oñatibia presentan así al monje de Maria Laach, que murió en la celebración de la Vigilia pascual del año 1948:

“Casel ha sido un hombre de celda y de estudio. Dotado de un genio investigador poco común y de un conocimiento amplísimo de las fuentes literarias tanto profanas como cristianas, ha dedicado su vida entera a estudiar y mostrar la riqueza y profundidad del Misterio del culto cristiano. No ha querido hacer obra de teología personal, sino solamente buscar en las fuentes de la Tradición la auténtica doctrina cristiana e interpretarla fielmente. Casel ha sabido mantenerse fiel a su misión. Su vida ha sido simple, profunda y rica. Vivió él mismo los conceptos que vertía en sus escritos y los hizo vivir intensamente a la comunidad de benedictinas de la abadía de Santa cruz de Herstelle an der Weser, que dirigía espiritualmente”. Por hoy, transcribo el texto que es elocuente por sí solo.


ADVIENTO


Vigilia de Esposa


"Ad te levavi animam meam, Deus meus, in te confido -A Ti alzo mi alma, Señor, mi Dios. En Ti confío" (Sl 24, 1) [1] Todos los años nos impresiona de nuevo esta primera mirada de la Iglesia de Dios. Es como un niño recién nacido que abre sus ojos por vez primera y contempla el mundo y ve por primera vez a su padre y a su madre, aunque inconscientemente. La Ekklesía, en cambio, busca con plena conciencia los ojos del Padre. Eleva su mirada a Dios directamente, sin intermediarios. Este poder mirar directamente a los ojos de Dios es lo que más profundamente nos conmueve en el canto de la Iglesia.
"A Ti, mi Dios". Con estas palabras indica la Ekklesía para quién vive ella. No para sí misma, ni para criatura alguna -aunque sea la más elevada-, ni para los ángeles y Potestades. No, su mirada pasa por alto a todos ellos y por encima de ellos se dirige a Aquel a quien ama y busca exclusivamente.



El ojo del amor


La venida del Logos en la humanidad de la carne de pecado sólo fue una preparación de la verdadera Epifanía gloriosa, que empezó la mañana de la Resurrección -pero sólo para los fieles- y que al fin de los tiempos se realizará para el mundo una sola vez -la primera y la última, al mismo tiempo-. Para la santa Iglesia, la Epifanía gloriosa, el Adviento que nosotros amamos
[2] , permanece eternamente. Por eso, su primera venida en carne de humildad ella la contempla ya a la luz de su exaltación y gloria, porque mira con los ojos del amor. Ella ama también el primer Adviento. El ojo del amor ve con mayor claridad; por eso, aun en medio de la humillación, contempla ya al que será ensalzado por la Pasión; a través del vestido oscuro de la carne y a través de la cruz contempla al Glorificado. El Señor no viene, pues, a ella como Juez, sino como Salvador. ¿Y qué venida puede ser tan cara a la Esposa elegida como la de su Esposo? ¿No vamos a querer también nosotros pertenecer al número de aquellos que aman el Adviento del Señor? Cada una de las almas es esposa del Señor, que debe esperar su venida, henchida de amor. El Señor viene ya ahora continuamente y observa por la ventana si su Esposa anhela verdaderamente su venida y si desea su llegada.


En espera

"Ierusalem, surge et sta in excelso et vide iucunditatem, quae veniet tibi a Deo tuo -Levántate, Jerusalén, y sube a lo alto y contempla la alegría que te viene de tu Dios", así reza la Ekklesía el domingo segundo de Adviento
[3] . Jerusalén, la santa Ekklesía, se alza sobre la montaña de Dios y contempla la alegría de Dios. El monte de Dios es el Misterio sagrado que nos eleva de las bajezas de la vida terrena. Allí, en el Misterio, contemplamos la alegría de Dios que está a punto de llegar -objeto de esperanza-. Veniet, llegará. La Ekklesía contempla. Es, realmente, la espera de uno que viene, pero es al mismo tiempo espera que está en posesión de la presencia y de esta presencia espera con toda seguridad algo más grande todavía.

Poseemos, pues, algo y esperamos otra cosa. Exclamamos con razón: Veni! -¡Ven!-, y al mismo tiempo nos consta que el Señor ha venido ya: está aquí. No podríamos rezar con esta seguridad propia del Misterio: ¡ven!, si no hubiera venido ya; pero tampoco podríamos decir con esa seguridad propia del Misterio: está aquí, si no estuviéramos convencidos por la fe de que vendrá a completar su Reino para siempre.


A la luz del Adviento, la Iglesia camina hacia el encuentro del Señor a quien le sabe junto a ella, está en ella. Ella es la Esposa a quien acompaña el Esposo, invisiblemente, sí, pero con toda certeza: "¡No temas, Hija de Sión! He aquí que viene tu Rey" (Jn, 12, 15).
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Notas
[1] Introito del domingo I de Adviento.
[2] Cfr. 2 Tim., 4, 6.
[3] Cfr. Bar, 5, 5; 4, 36. Communio del domingo II de Adviento.

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Termino con una parte del prefacio III de Adviento, otra parte de la eucología propia de este tiempo litúrgico enriquecido con la reforma litúrgica del Vaticano II de nuevos textos, especialmente prefacios:

En verdad es justo y necesario…
darte gracias…por Cristo, Señor nuestro.

A quien todos los profetas anunciaron,
la Virgen esperó con inefable amor de Madre,
Juan lo proclamó ya próximo
Y señaló después entre los hombres.
El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría
al misterio de su nacimiento,
para encontarnos así, cuando llegue,
velando en oración y cantando su alabanza.

viernes, 28 de noviembre de 2008

La justificación por la fe

Audiencia general de Benedicto XVI
26 de noviembre de 2008



Queridos hermanos y hermanas,

Siguiendo a san Pablo, hemos visto que el hombre no es capaz de hacerse "justo" con sus propias acciones, sino que puede realmente convertirse en "justo" ante Dios sólo porque Dios le confiere su "justicia" uniéndole a Cristo su Hijo. Y esta unión con Cristo, el hombre la obtiene mediante la fe. Esta fe, con todo, no es un pensamiento, una opinión o una idea. Esta fe es comunión con Cristo, que el Señor nos entrega y que por eso se convierte en vida, en conformidad con Él. O con otras palabras, la fe, si es verdadera, es real, se convierte en amor, en caridad, se expresa en la caridad. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería verdadera fe. Sería fe muerta.

Es importante que san Pablo, en la misma Carta a los Gálatas ponga, por una parte, el acento, de forma radical, en la gratuidad de la justificación no por nuestras fuerzas, pero que, al mismo tiempo, subraye también la relación entre la fe y la caridad, entre la fe y las obras: "En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad" (Gal 5,6). En consecuencia, están, por una parte, las "obras de la carne " que son fornicación, impureza, libertinaje, idolatría..." (Gal 5,19-21): todas obras contrarias a la fe; por la otra, está la acción del Espíritu Santo, que alimenta la vida cristiana suscitando "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Gal 5,22): estos son los frutos del Espíritu que surgen de la fe.

Al inicio de esta lista de virtudes se cita al ágape, el amor, y en la conclusión del dominio de sí. El Espíritu, que es el Amor del Padre y del Hijo, infunde su primer don, el ágape, en nuestros corazones (cfr Rm 5,5); y el ágape, el amor, para expresarse en plenitud exige el dominio de sí. Volvamos a la Carta a los Gálatas. Aquí san Pablo dice que, llevando el peso unos de otros, los creyentes cumplen el mandamiento del amor (cfr Gal 6,2). Justificados por la fe en Cristo, estamos llamados a vivir en el amor a Cristo y al prójimo, porque es en este criterio que seremos juzgados al final de nuestra existencia.

El amor cristiano es tan exigente porque surge del amor total de Cristo por nosotros: este amor que nos reclama, nos acoge, nos abraza, nos sostiene, hasta atormentarnos, porque nos obliga a no vivir más para nosotros mismos, cerrados en nuestro egoísmo, sino para "Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros" (cfr 2 Cor 5,15). El amor de Cristo nos hace ser en Él esa criatura nueva (cfr 2 Cor 5,17) que entra a formar parte de su Cuerpo místico que es la Iglesia.

Desde esta perspectiva, la centralidad de la justificación sin las obras, objeto primario de la predicación de Pablo, no entra en contradicción con la fe que opera en el amor; al contrario, exige que nuestra misma fe se exprese en una vida según el Espíritu. Por tanto, para Pablo y para Santiago, la fe operante en el amor atestigua el don gratuito de la justificación en Cristo.

A menudo tendemos a caer en los mismos malentendidos que han caracterizado a la comunidad de Corinto: aquellos cristianos pensaban que, habiendo sido justificados gratuitamente en Cristo por la fe, "todo les fuese lícito". Y pensaban, y a menudo parece que lo piensen los cristianos de hoy, que sea lícito crear divisiones en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, celebrar la Eucaristía sin ocuparse de los hermanos más necesitados, aspirar a los mejores carismas sin darse cuenta de que son miembros unos de otros, etc. Las consecuencias de una fe que no se encarna en el amor son desastrosas, porque se recurre al arbitrio y al subjetivismo más nocivo para nosotros y para los hermanos.

Siguiendo a san Pablo, debemos tomar conciencia renovada del hecho que, precisamente porque hemos sido justificados en Cristo, no nos pertenecemos más a nosotros mismos, sino que nos hemos convertido en templo del Espíritu y somos llamados, por ello, a glorificar a Dios en nuestro cuerpo con toda nuestra existencia (cfr 1 Cor 6,19) . Sería un desprecio del inestimable valor de la justificación si, habiendo sido comprados al caro precio de la sangre de Cristo, no lo glorificásemos con nuestro cuerpo. En realidad, éste es precisamente nuestro culto "razonable" y al mismo tiempo "espiritual", por el que Pablo nos exhorta a "ofrecer nuestro cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios" (Rm 12,1). ¿A qué se reduciría una liturgia que se dirigiera solo al Señor y que no se convirtiera, al mismo tiempo, en servicio a los hermanos, una fe que no se expresara en la caridad? Y el Apóstol pone a menudo a sus comunidades frente al juicio final. Este pensamiento debe iluminarnos en nuestra vida de cada día.

Si la ética que san Pablo propone a los creyentes se demuestra actual para nosotros, es porque, cada vez, vuelve siempre desde la relación personal y comunitaria con Cristo, para verificarse en la vida según el Espíritu. Esto es esencial: la ética cristiana no nace de un sistema de mandamientos, sino que es consecuencia de nuestra amistad con Cristo. Esta amistad si es verdadera, se encarna y se realiza en el amor al prójimo.

Dejémonos por tanto alcanzar por la reconciliación, que Dios nos ha dado en Cristo, por el amor "loco" de Dios por nosotros: nada ni nadie nos podrá separar nunca de su amor (cfr Rm 8,39). En esta certeza vivimos. Y esta certeza nos da la fuerza para vivir concretamente la fe que obra en el amor.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Lectio divina de Filipenses 2, 1-30

a Invocación para disponer el corazón a la escucha orante de la Palabra de Dios

Señor Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
Dios de la gloria,
me postro ante ti y te adoro
como a mi Dios, mi Padre y Padre de toda la humanidad,
creada por tu amor y para gloria de la Trinidad divina.
La sangre preciosísima de tu Hijo nos ha redimido
para hacer de todos nosotros
el pueblo de tu alabanza,
por la acción santificadora de tu Espíritu de santidad.

Concédeme, Padre, espíritu de sabiduría y revelación,
ilumina los ojos de mi corazón
para que pueda conocer íntimamente tu plan de amor
revelado en la Palabra encarnada.
Pueda así yo también conocer y experimentar
cuál es la esperanza a que me habéis llamado,
cuál la riqueza de la gloria que me otorgas
y que nos otorgas a todos tus hijos en herencia.

Haz, Padre, que vea y conozca, con los ojos del corazón,
la soberana grandeza de tu poder
que has desplegado en Cristo Jesús
resucitándolo de entre los muertos
y sentándolo a tu derecha en los cielos
por encima de todo y de todos, para gloria y alabanza de tu Nombre.



(cf. Ef. 1, 15-21).


a Lectura orante

Guiada e iluminada por la luz del Espíritu Santo, “con los ojos del corazón” y no sólo con la mirada corporal y la inteligencia humana, leo una y otra vez la Palabra de Dios, guiada y acompañada por el mismo san Pablo, mistagogo del Misterio de Cristo, y bajo la óptica del beato Alberione.

1 Así, pues, si hay una exhortación en nombre de Cristo, un estímulo de amor, una comunión en el Espíritu, una entrañable misericordia, 2 colmad mi alegría, teniendo un mismo ánimo, y buscando todos lo mismo. 3 Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás como superiores a uno mismo, 4 sin buscar el propio interés sino el de los demás.
5 Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo:
6 El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios.
7 sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre,
8 se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
y una muerte de cruz.

9 Por eso lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
10 Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el SENOR
para gloria de Dios Padre.

12 Así pues, queridos míos, de la misma manera que habéis obedecido siempre, no sólo cuando estaba presente sino mucho más ahora que estoy ausente, trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, 13 pues Dios es quien, por su benevolencia, obra en vosotros el querer y el obrar. 14 Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones 15 para que seáis irreprochables y sencillos hijos de Dios sin tacha en medio de una generación perversa y depravada, en medio de la cual brilláis como estrellas en el mundo, 16 manteniendo en alto la palabra de la vida. Así, en el Día de Cristo, seréis mi orgullo, ya que no habré corrido ni me habré fatigado en vano. 17 Y aunque mi sangre se derrame como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegro y congratulo con vosotros.
18 De igual manera también vosotros alegraos y congratulaos conmigo.
19 Espero en el Señor Jesús poder enviaros pronto a Timoteo, para quedar también yo animado con vuestras noticias. 20 Pues a nadie tengo de tan iguales sentimientos que se preocupe sinceramente de vuestros intereses, 21 ya que todos buscan sus propios intereses y no los de Cristo Jesús.
22 Pero vosotros conocéis su probada virtud, pues como un hijo junto a su padre ha servido conmigo en favor del Evangelio. 23 A él, pues, espero enviaros tan pronto como vea clara mi situación. 24 Y aun confío en el Señor que yo mismo podré ir pronto.
25 Entretanto, he juzgado necesario devolveros a Epafrodito, mi hermano, colaborador y compañero de armas, enviado por vosotros con el encargo de servirme en mi necesidad, 26 porque os está añorando a todos vosotros y anda angustiado porque sabe que ha llegado a vosotros la noticia de su enfermedad. 27 Es cierto que estuvo enfermo y a punto de morir. Pero Dios se compadeció de él; y no sólo de él, sino también de mí, para que no tuviese yo tristeza sobre tristeza. 28 Así pues, me apresuro a enviarle para que viéndole de nuevo os llenéis de alegría y yo quede aliviado en mi tristeza. 29 Recibidle, pues, en el Señor con toda alegría, y tened en estima a los hombres como él, 30 ya que por la obra de Cristo, ha estado a punto de morir, arriesgando su vida para compensar vuestra ausencia en servicio mío.


a Lectura

En la lectura orante, atenta y devota, voy subrayando algunas palabras de Pablo, las que más se repiten, o aquellas que producen en mí un mayor impacto y me hacen pararme para reflexionar.
Constato cómo un tema clave de este capítulo, como de toda la carta, es el de la comunión, la común-unión, que tiene como condición indispensable la humildad, el considerar a los demás como superiores a uno mismo.

Consciente de que las fuerzas humanas, la voluntad y el empeño no son suficientes para mantenernos en esta actitud, el mismo Pablo recurre, como ya en otros puntos de sus cartas (cf. por ejemplo, 1 Co 5, 6-8), al mismo ejemplo de Cristo. Sólo mirando a Cristo, los cristianos seremos capaces de vivir el mandamiento-testamento que él mismo nos dejó: el amor fraterno.
Siguiendo este ejemplo, los Filipenses serán y seremos todos nosotros discípulos fieles y auténticos del Maestro Jesús, y podremos convertirnos en luz para los hermanos, brillar como estrellas en el mundo, manteniendo alta la palabra de la vida. Es lo que Pablo desea no para gloria suya, aunque naturalmente viviendo así, los Filipenses serán también su orgullo en el Día de Cristo Jesús; pero la intención principal del Apóstol será siempre el bien, la gloria de sus mismos hijos.

Subrayo, al final, otra joya de estos versículos de la carta: Pablo está dispuesto a derramar su sangre, es más lo hará con alegría, para rociar con ella, confirmar la fe de sus hijos de Filipos. También aquí aparece con claridad la magnanimidad del corazón de Pablo, la alegría en la entrega total de su vida, a imitación del Maestro, de Cristo Jesús. Pide que los Filipenses no sufran por esta realidad, que Pablo ve no lejana, sino que con él y como él, se congratulen y alegren.

a Medito la Palabra

Vuelvo sobre el texto de san Pablo, buceando, con amor de hija, en el corazón del Apóstol para fijar mi atención en él, en su corazón, en sus actitudes, que constituyen también preciosas sugerencias para mi vida de discípula de Jesús el Maestro.
Ante todo, me detengo en la exhortación que nace del corazón de Pablo y para la que usa expresiones a cual más apremiantes y cálidas: la exhortación a la unidad. Es actitud profundamente sentida por él, al tiempo que también necesaria en todas sus comunidades, sin excluir la destinataria de esta carta. Para pedir esta unidad que lleve a unanimidad de sentimientos y de proyectos, el Apóstol recurre al nombre de Cristo, a la comunión en el Espíritu, a la misericordia entrañable y al deseo personalísimo de que viviendo en unidad, los Filipenses colmarán su alegría.
Recuerdo una vez más cómo la alegría es una de las características de esta carta, presente repetidas veces en sus exhortaciones y constataciones.
Como resumen y síntesis de la exhortación a la unidad, acojo la invitación que creo podría decir que resume la vida del cristiano, la vida del que quiera ser verdadero discípulo de Cristo, nuestro Maestro y Señor: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo.

Me detengo en reflexión y revisión personal. No hago un examen introspectivo, sino que pido a Pablo y al mismo Jesús que me acompañen e iluminen para responder al a pregunta que suscita y provoca esta exhortación del Apóstol en mí. Las circunstancias de la vida cotidiana, los sucesos, los encuentros, los éxitos y los fracasos, producen en mí movimientos casi innumerables de sentimientos. Pero, entre todos, ¿cuáles predominan en mí? ¿Mi sentir profundo es por lo menos un pálido calco del corazón, de los sentimientos del Señor o van por otros derroteros?

La recomendación del Apóstol es hermosa, pero la siento también exigente. ¿Cómo puedo yo, con toda mi volubilidad, llegar a tener con cierta estabilidad, los mismos sentimientos del Señor? Sé que en la proporción en que, por la fuerza del Espíritu, lo vaya consiguiendo, será también mayor mi gozo, la alegría profunda a la que Pablo invita insistentemente.
¡Ojalá quienes vean una discípula, un creyente, uno que se proclama seguidor del Señor Jesús, puedan descubrir que su estilo de vida, de relación, de entrega está guiado por los mismos sentimientos de Cristo! No es fácil, pero es posible, por la gracia del Espíritu de amor, que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).

Esta magnanimidad de sentimientos, esta unidad a todos los niveles, personales y eclesiales, sería el más elocuente testimonio de que vivimos en la secuela del Señor y otros, muchos otros, podrían ser impulsados a seguir este mismo camino de gracia y salvación.
Prosigo, aunque sin olvidar todo esto que voy rumiando en mi mente, en el corazón, en las entrañas.

San Pablo no se contenta con pedir que tengamos los sentimientos del Señor Jesús, sino que pone delante, como en un espejo, el mismo ejemplo de Cristo. Y lo hace, recurriendo al himno cristológico, que ciertamente tomó de la liturgia de su tiempo, dándole algún ‘toque’ muy peculiar suyo.
Cristo Jesús, el Verbo encarnado, tomando nuestra naturaleza humana, quiso ser, aparecer en todo como hombre, casi dejando entre paréntesis (vaciándose de) las prerrogativas divinas, naturalmente sin renunciar a ellas, por su divinidad. Pero en su vida mortal, quiso rebajarse asumiendo semejanza humana no sólo, sino que, para contrarrestar la desobediencia de Adán, él, el segundo Adán, se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.

Esta referencia tan explícita a la cruz es ciertamente una característica de los escritos paulinos, y uno de esos ‘toques personales’ que el Apóstol habrá dado al himno litúrgico de las comunidades cristianas. A la humillación, al rebajarse vaciándose de sus prerrogativas – que serán patentes sólo para unos pocos en la Transfiguración – le sigue la respuesta del Padre: la exaltación del Hijo, la resurrección, el Nombre que está sobre todo nombre.

El Padre corona la obediencia filial y radical del Hijo con la gloria más grande. Esta gloria se hará patente a toda la creación: en los cielos, en la tierra y en los abismos. Y tendrá como colofón, como fruto culminante: el reconocimiento de Jesús como Señor para gloria de Dios Padre. El Padre se hace avalador de la gloria y divinidad del Hijo.
Cristo Jesús será para siempre el Señor, el Kyrios, el Resucitado, el Hijo amado del Padre.

Después del himno cristológico, san Pablo, Pablo pide a los suyos que vivan sin murmuraciones ni discusiones, irreprochables y sencillos, como hijos de Dios llamados a brillar ante los hombres como estrellas, faros de luz, que mantienen alta la palabra de la vida.
Y entre estas recomendaciones, encontramos otra joya: él mismo quiere identificarse talmente con Cristo, con su entrega total por los hermanos, que está dispuesto por ellos a derramar su sangre. Está en la prisión y presiente incluso que puede estar cerca el momento de su martirio. Lo describe con rasgos litúrgicos: aunque mi sangre se derrame como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegro y congratulo con vosotros.


No hay expresiones de victimismo, ni queja ante el sufrimiento presente y el que se puede estar acercando; en su magnanimidad, el Apóstol sabe que con su derramamiento de la sangre, con la entrega de la vida, los Filipenses y toda la Iglesia de Dios recibirán fortaleza, vida. Por esto, se alegra y congratula. Y quiere que esos mismos sean los sentimientos que embargan el corazón de los destinatarios de su carta.
La misma actitud de Pablo es la que él ha visto en Epafrodito, el colaborador y compañero de armas, que le ha servido en la cárcel en nombre y sustitución de los Filipenses. Epafrodito también había arriesgado su vida para compensar la ausencia de éstos en servicio de Pablo prisionero.
Una vez más la magnanimidad de Pablo, así como su entereza ante la posible muerte cercana son una nueva y apremiante invitación a vivir centrada en Cristo Jesús, mirando a él en todo y viviendo la entrega total y radical, en obediencia al Padre y servicio a los hermanos y hermanas, con “los ojos del corazón” puestos en el Maestro Jesús, porque él dará eficacia de salvación a todo lo que por amor se entregue y viva.

Y Puesta en oración

La oración de respuesta a la Palabra no quiero que sea ante todo otra que la del himno, que la Iglesia nos ofrece en su Liturgia de las primeras Vísperas de cada domingo.
Al orarla de nuevo, le pido al Señor Jesús que me revista de sus mismos sentimientos, que me haga discípula cada día un poquito más configurada con él, para gloria de Dios Padre, en el Espíritu Santo:

6 El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios.
7 sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre,
8 se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
y una muerte de cruz.

9 Por eso lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
10 Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el SENOR
para gloria de Dios Padre.


Concluyo con la referencia explícita al Padre Santiago Alberione, seguidor fiel de Pablo, y, por consiguiente del Divino Maestro.

Los signos de los tiempos
leíste como nadie.
Todo el afán de Pablo
vibró en tu corazón.
Tu parroquia fue el mundo;
tu púlpito, los medios
de comunicación.

Como Pablo miraste a lo alto
y alzaste tu vuelo.
Como Pablo en el diario trabajo,
buscaste el sustento.
Como Pablo tú abriste caminos
llegando a otros pueblos.
Como Pablo desprecio sufriste
por el Evangelio.

Como Pablo a su tiempo le hablaba,
le hablaste a tu tiempo.
Como Pablo, le diste a tu mundo
noticia del Reino.
Aquel fuego que a Pablo abrasaba
fue tu mismo fuego,
y el empeño y amor con que amaba fue tu amor y empeño.

Amén.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Solemnidad de Cristo Rey


Me sorprende la elección de las lecturas bíblicas que hoy hace la Iglesia en la Liturgia de la Palabra para celebrar el culmen del Año Litúrgico, la solemnidad en honor de Cristo, Rey del universo.

Si proyectáramos con nuestra imaginación de qué forma aparecerá Jesucristo al final de los tiempos como rey, quizá coincidiríamos con las expresiones de gloria, majestad, envuelto por ángeles, sentado en su trono. Así lo describe el Evangelio de Mateo (Mt 25, 31-46) y así ha sido representado desde la Alta Edad Media como Pantocrátor.

San Pablo presenta a Jesús resucitado, primicia de la humanidad gloriosa, Señor de todo lo creado, dominador de todos los enemigos, hasta de la muerte. “Él es el primero en todo” (I Co 15, 20-26.28).

El evangelista propone la imagen del juez soberano con una resonancia rural, pues lo describe separando las ovejas de las cabras, en razón de cómo haya vivido cada uno la caridad. Ante la majestad de Dios, ante el juicio definitivo y la hora de la verdad, surge la adoración, el temor, la llamada a la sinceridad de la conciencia.

Sin querer devaluar el sentido del juicio de Dios, la misma Iglesia ha querido juntar, sin embargo, los textos anteriores con la visión profética de Ezequiel y la del salmista: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22).

Al mismo tiempo que contemplas el rostro de Cristo en majestad, deja entrar en tu interior las expresiones proféticas, puestas en boca de Dios:

“Yo mismo buscaré a mis ovejas.
Seguiré el rastro de mis ovejas,
como pastor a su rebaño.
Las libraré, sacándolas de los lugares por donde se desperdigaron.
Las apacentaré. Las haré sestear. Buscaré a las perdidas.
Recogeré a las descarriadas. Vendaré a las heridas,
curaré a la enfermas, las apacentaré, las guardaré” (Ezq 34, 11.12.15-17).

El juicio de Dios acontecerá. Cristo presentará su obra ante el Padre: “Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Dios lo será todo en todos” (I Co 15,22).

No nos corresponde dictar sentencia. Sólo Dios es el justo juez, pero mientras vivimos en este mundo, Él sigue estando entre nosotros como Buen Pastor, más aún, como mendigo de nuestro amor. Así lo presenta el Evangelio, cuando señala la bienaventuranza para quienes han tenido compasión de Él en el sediento, en el hambriento, en el forastero, en el desnudo.

No podemos atemorizarnos ante el juicio de Dios y actuar como el criado que por pensar que el rey era severo, guardó su talento. Estamos llamados a pertenecer a un reino de justicia, de verdad y de paz, a ser testigos del amor entrañable de Dios, Buen Pastor, a dejarnos curar y perdonar, a tener entrañas de misericordia. Y se dará la síntesis: “Tu bondad y tu misericordia me acompañarán todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor, por días sin término” (Sal 22).

viernes, 14 de noviembre de 2008

Lectio Divina de Filipenses 1,12-30


a Invocación al Espíritu

Entro en la oración recordando la palabra de Jesús en la sinagoga de Nazaret, cuando lee el texto de Isaías 61, 1-2:

“El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido (...)
me ha enviado a proclamar un año de gracia del Señor”.

Al enrollar el pergamino y devolverlo al ministro, dijo aquella palabra solemne: «Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy.»
La oración humilde puede alcanzar del Dios de amor que esta “palabra” se cumpla hoy también en quien le suplica filial y confiadamente. Con esta confianza, invoco al Espíritu para venga también sobre mí, al tiempo que lo pido por toda la Iglesia y la humanidad:

Ven, Espíritu de Dios sobre mí,
me abro a tu presencia;
cambiarás mi corazón.

Toca mi debilidad,
toma todo lo que soy.
Pongo mi vida en tus manos
y mi fe.
Poco a poco llegarás
a inundarme de tu luz.
Tú cambiarás mi pasado.
Cantaré.

Quiero ser signo de paz,
quiero compartir mi ser.
Yo necesito tu fuerza,
tu valor.
Quiero proclamarte a Ti,
ser testigo de tu amor.
Entra y transforma mi vida.
¡Ven a mí!

(A. Torrelles y J. Palau)

a Lectura orante

“En la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el Evangelio” (SC 33). Leo y escucho la Palabra de Dios “con devoción” (cf. DV 1), despacio, una y otra vez, fijándome en lo que dice y en cómo está dicho. En la liturgia eucarística seguimos proclamando la carta de san Pablo a los Filipenses y yo quiero seguir leyendo-meditando-orando los versículos del 12 al 30 del primer capítulo, que la liturgia ha ido proclamando estos días, en lectura semi-continua de la carta, en la celebración eucarística.
Texto

12 Quiero que sepáis, hermanos, que lo que me ha sucedido ha contribuido más bien al progreso del Evangelio; 13 de tal forma que se ha hecho público en todo el Pretorio y entre todos los demás, que me hallo en cadenas por Cristo. 14 Y la mayor parte de los hermanos, alentados en el Señor por mis cadenas, tienen mayor intrepidez en anunciar sin temor la Palabra. 15 Es cierto que algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad; mas hay también otros que lo hacen con buena intención; 16 éstos, por amor, conscientes de que yo estoy puesto para defender el Evangelio; 17 aquéllos, por rivalidad, no con puras intenciones, creyendo que aumentan la tribulación de mis cadenas.
18 Y qué? Al fin y al cabo, con hipocresía o con sinceridad, Cristo es anunciado, y esto me alegra y seguirá alegrándome.

19 Pues yo sé que esto servirá para mi salvación gracias a vuestras oraciones y a la ayuda prestada por el Espíritu de Jesucristo, 20 conforme a lo que aguardo y espero, que en modo alguno seré confundido; antes bien, que con plena seguridad, ahora como siempre, Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte, 21 pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. 22 Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger... 23 Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; 24 mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros.
25 Y, persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe, 26 a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús cuando yo vuelva a estar entre vosotros.

27 Lo que importa es que vosotros llevéis una conducta digna del Evangelio de Cristo, para que tanto si voy a veros como si estoy ausente, oiga de vosotros que os mantenéis firmes en un mismo espíritu y lucháis unánimes por la fe del Evangelio, 28 sin dejaros intimidar en nada por los adversarios. Esto será para ellos señal de perdición, y para vosotros de salvación. Tal es el designio de Dios 29 que os ha concedido a vosotros, por Cristo, no sólo la gracia de creer en él, no sólo que creáis en él, sino también de padecer por él, 30 sosteniendo el mismo combate en que antes me visteis y que ahora veis sostengo.

a Medito la Palabra

Quiero meditar la Palabra proclamada, la rumio, dándole vueltas en el corazón, en las entrañas. Mi empeño será ir descubriendo de nuevo en lo que escribe Pablo, sus actitudes espirituales y apostólicas, porque éstas mismas siento que responden a lo que me sugiere a mí la Palabra, es decir a las actitudes que me invita a vivir, siguiendo el ejemplo del Apóstol.

En los vv. del 1 al 11 del primer capítulo san Pablo ha hablado ya de sus “cadenas”, de su condición de prisionero y se alegraba por la participación de los filipenses tanto en sus cadenas como en la defensa y consolidación del Evangelio.
En los vv. 12-18 prosigue sobre el mismo tema, pero no para narrar su situación personal, sino para ver esta situación y vicisitud personal en clave de historia de la salvación. Y así, en vez de ser la dificultad un obstáculo para la difusión del Evangelio, el Apóstol reconoce que sus “cadenas” están siendo beneficiosas para el Evangelio mismo. En efecto, él está prisionero, encadenado, pero “la Palabra de Dios no está encadenada” (cf 2 Tm 2,9), “hasta el punto de que en el pretorio y en todo lugar es notorio que mis cadenas brillan con el resplandor de Cristo” (v. 13).
Y por esta razón, el Apóstol confiesa que se alegra en el presente y en el futuro, no obstante que haya quien aprovecha su situación de falta de libertad exterior para predicar a Cristo “por envidia o rivalidad”(v. 15), creyendo provocar, de esta manera, ulteriores aflicciones a Pablo. (cf. v. 17).

El Apóstol sigue demostrando aquí una grande magnanimidad de espíritu, de corazón. A el sólo le importa Cristo Jesús y el anuncio de su Evangelio. Lo que podía causarle mayor sufrimiento aún, visto desde Cristo, desde el designio salvífico de Dios que “en todas las cosas interviene para bien de los que le aman” (Rm 8, 28), lo acoge como un “kairós”, como motivo de una alegría de la quiere hacer partícipes a sus “ hermanos”, los Filipenses.
Junto con la magnanimidad de Pablo, de su sentir en grande, aparece en este texto una fe profunda y firme, por encima de todo criterio meramente humano. Escribe con mucha propiedad Enzo Bianchi, en su comentario a la carta a los Filipenses, editada por las Paulinas: «Cuando el Evangelio es rechazado y discutido, posee una eficacia que escapa a los criterios mundanos que quisieran medir sus frutos. Es más, la contradicción llevada a la vida misma del Apóstol confiere al Evangelio una fuerza y una elocuencia mayores» (p. 35).

No es que pablo justifique cualquier forma de anunciar y predicar el Evangelio, sino que él pone su mirada en los frutos que produce toda predicación: “hipócrita o sinceramente, Cristo es anunciado”; y no sólo esto, sino que “Cristo será glorificado también ahora, como siempre, en mi cuerpo, sea por la vida, sea por la muerte” (v. 20). Y esta razón es suficientemente fuerte como para que a Pablo se le acrezca la alegría, una alegría que nadie le podrá quitar.
Constato, meditando el v. 20, que el Apóstol no piensa ya solamente en las “cadenas”; su mirada positiva, su sentir va más allá, hasta la misma muerte, que considera desde la misma perspectiva salvífica, desde la gran meta: Cristo Jesús.

Reflexiono sobre esta actitud interior de Pablo tan positiva, veo que no se trata absolutamente de un “estoico”, insensible ante el sufrimiento, casi masoquista; todo lo contrario es lo que vemos en todas las cartas de Pablo: recuerdo momentos en los que se muestra “como una madre” escribiendo a los Tesalonicenses, en esta misma carta a los Filipenses más adelante hablará de sus lágrimas ante los que no siguen el camino de Cristo, el camino de su cruz, sino que se alejan de él. Pablo es todo un hombre con una fuerte humanidad, pero esto no impide, es más posibilita su profunda fe, que se explica por el convencimiento de ser amado por Cristo, de que Cristo vive en él, es más de su vivir es Cristo, el cual le amó y le ama a él personalmente y se entregó por él (cf Ga 2, 20).

La experiencia viva de sentirse amado por Cristo, de que Cristo es la razón de su vida, su sentido, es la que le impulsa a gastar y entregar él también su propia vida por Cristo, la que hace que su misma muerte sea una ganancia.
Es que el encuentro con Jesucristo resucitado y vivo en el camino de Damasco, como comentaba con la profundidad y devoción que le caracteriza el Santo padre en una de sus audiencias recientes, marcó un cambio decisivo en la vida del Apóstol. Ahora ya, el sentido de su vida, su móvil en la tarea de la evangelización, su darse totalmente hasta llegar a derramar su sangre como libación sobre la fe de los Filipenses, y naturalmente de los “hijos y hermanos” de las otras comunidades que ha fundado, le es sólo motivo y causa de gozo, de alegría, en la que de nuevo pide que sus “hermanos” Filipenses participen.
Por eso concluye de forma tan hermosa: “Alegraos también vosotros de esto mismo y congratulaos conmigo” (cf. vv. 17-18).

Esta visión “cristiana” y “cristiforme” de su vida toda ella centrada en Cristo Jesús muerto y resucitado, que le causa una profunda e inquebrantable alegría, no le hace olvidarse de los Filipenses con quienes se está comunicando. La luz que resplandece en su vida entre cadenas, ya sólo le hace desear vivamente una cosa para ellos: “Lo que importa es que vosotros llevéis una conducta digna del Evangelio de Cristo, para que tanto si voy a veros como si estoy ausente, oiga de vosotros que os mantenéis firmes en un mismo espíritu y lucháis unánimes por la fe del Evangelio, sin dejaros intimidar en nada por los adversarios” (vv. 27-28).

Si me pregunto, en la meditatio, ¿qué actitudes me pide y sugiere la Palabra?, me viene espontánea la respuesta que creo me daría nuestro Fundador, el p. Santiago Alberione: ser Pablo vivo hoy. En esta frase escueta él más de una vez condensó y resumió la persona del Paulino, de la Paulina, de la Discípula, de toda la Familia Paulina: “Ser Pablo vivo hoy”.

Resumo así en pocas líneas las principales actitudes de la personalidad del apóstol Pablo: un corazón magnánimo, grande; la luz del designio salvífico de Dios sobre su vida; la fe profunda e inquebrantable por sentirse amado y salvado por Cristo Jesús; la alegría ante su situación porque todo, positivo y negativo, constituye una ventaja para la extensión del Evangelio, para dar a conocer al Señor Jesús; una visión “cristiana” de su vida, dispuesta a “gastarse y desgastarse”, hasta derramar la sangre, por Cristo y por sus “hermanos”. Y por encima de todo, Cristo Jesús, su Señor, vida de su vida, sentido y razón de la misma.

Estas actitudes son las que deseo traducir en mi vida cotidiana, para llegar a ser cada vez más, a ejemplo y con la intercesión de nuestro “padre y fundador”, según la expresión del beato Alberione, una ardiente y auténtica discípulas del Maestro Jesús.


Y Orando con la Palabra

La liturgia de nuevo es maestra para indicarme cuál puede ser la “respuesta” que doy a Dios, a Cristo que me han hablado a través de su Palabra: el salmo responsorial, que justamente el sábado hubiésemos tenido que cantar después de la lectura de Filipenses, si no hubiese coincidido en ese día la solemnidad de Todos los Santos.
El salmista, quien celebra y participa en la Eucaristía, después de escuchar el deseo vivo de Pablo, el “cupio disolvi et esse cum Christo”, espontáneamente clama:

Como busca la cierva corrientes de agua,
así mi alma te busca a ti, Dios mío:
mi ser tiene sed de Dios, del Dios vivo;
¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?

..............

Concluyendo mi “lectio orante”, no olvido que me siento acompañada en ella no sólo por el gran “mistagogo” Pablo, sino también por el beato Santiago Alberione, que ha sido también y lo sigue siendo a través de los escritos que de él tenemos, de los recuerdos que conservamos en el corazón, un buen “pedagogo” del misterio de Cristo. Por eso, quiero unirme a él, en esta breve oración suya al Apóstol de las gentes.

Oración a San Pablo

Apóstol san Pablo, que con tu doctrina y tu amor has evangelizado al mundo entero, mira con bondad a tus hijos y discípulos. Todo lo esperamos de tu intercesión ante el Divino Maestro y ante María, reina de los apóstoles.

Maestro de los gentiles, ayúdanos a vivir de fe, a salvarnos por la esperanza y a que reine en nosotros el amor. Concédenos, instrumento elegido, una dócil correspondencia a la gracia, para que no sea estéril en nosotros. Que sepamos conocerte, amarte e imitarte cada vez mejor, para ser miembros vivos de la iglesia, cuerpo místico de Jesucristo.

Suscita muchos y santos apóstoles que aviven el cálido soplo del verdadero amor, extendiéndolo por todo el mundo, de modo que todos los hombres conozcan y den gloria a Dios Padre y a Jesús Maestro, camino, verdad y vida.
Amén.

(del beato Santiago Alberione)

viernes, 31 de octubre de 2008

“AÑO PAULINO” con el Beato Santiago Alberione

El “Año Paulino” que el Santo Padre ha querido dedicar a la memoria del Apóstol, para mejor conocerlo, leer y meditar sus Cartas, y seguir sus huellas en el discipulado de Cristo Jesús, el Maestro único y el único Camino hacia el Padre, va avanzando.

Para nosotros, Familia Paulina, según las palabras del mismo beato Santiago Alberione, Pablo es, además del gran Apóstol de los gentiles, nuestro “padre y fundador”. Así quería el p. Alberione que consideráramos a san Pablo. Y a nosotras, Discípulas del Divino Maestro, nos lo presentaba también como el “discípulo más perfecto” del Señor, del que hemos de aprender todas las características del verdadero discipulado evangélico (APD 1947).


El Papa Benedicto XVI está dando ejemplo de cómo estudiar al Apóstol de las gentes, al que dedica los Discursos en las audiencias generales de todos los miércoles. Me sorprendió el constatar que, incluso en las tres semanas del Sínodo, el tema de reflexión ofrecido a todos los creyentes siguió siendo el de Pablo.

Sus catequesis aparecen ya en otra parte de nuestro sitio www.discipulasdm.org, pero no me resisto a hacer tema de lectura orante en particular la Carta a los Filipenses, que justamente iniciamos esta semana con su proclamación en la liturgia eucarística.
No haré exégesis, pues no sabría hacerla, ni tengo posibilidades para ello.
Con sencillez y amor “paulino”, ofreceré lo que constituye mi “lectura-meditada- y orante” de algunos pasajes proclamados en la Eucaristía.

Una constatación antes de introducirme en el texto de hoy, viernes 31 de octubre: Mirando el calendario, subrayo que en el “Pan cotidiano de la Palabra de Dios”, desde que hemos iniciado el “Año Paulino”, las cartas de Pablo han tenido una presencia sobreabundante: hemos leído la 2ª. carta a los Tesalonicenses, la 1ª a los Corintios, la carta a los Gálatas, a los Efesios y hoy iniciamos la carta a los cristianos de Filipos.
Además de esta Palabra que recibimos en las Eucaristías en los días entre semana, en los domingos, a partir del 28 de junio, hemos proclamado y escuchado capítulos de la carta a los Romanos, a los Filipenses, y de la 1ª a los Tesalonicenses.
Y esto sin citar también los textos de las cartas de san Pablo leídos en este “Año” en el Oficio de lectura y en otros elementos de la Liturgia de las Horas.
Siguiendo al Maestro Divino, podemos decir que el Apóstol puede ser y es para la Iglesia un óptimo “mistagogo” del que el Espíritu de Dios se sirve para enseñar y acompañar nuestra peregrinación hacia la Jerusalén celestial.

YYYYYYYYYYYYYYYYYYYYYYY

aTexto

1 Pablo y Timoteo, siervos de Cristo Jesús, a todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos, con los obispos y diáconos. 2 Gracia a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
3 Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, 4 rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros 5 a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy; 6 firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús. 7 Y es justo que yo sienta así de todos vosotros, pues os llevo en mi corazón, partícipes como sois todos de mi gracia, tanto en mis cadenas como en la defensa y consolidación del Evangelio. 8 Pues testigo me es Dios de cuánto os quiero a todos vosotros en el corazón de Cristo Jesús. 9 Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, 10 con que podáis aquilatar los mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, 11 llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios.

aActitudes de Pablo

En mi lectura del texto, me fijo y subrayo las “actitudes interiores” del Apóstol, los sentimientos que expresa a los hijos de la comunidad “entrañablemente” amada por él.

Invoco al Espíritu, para que la “lectio” sea de veras orante, y me lleve al encuentro no sólo con la palabra de san Pablo, sino al “encuentro vital con la Palabra” que es Cristo Jesús; ésta fue ciertamente siempre la verdadera finalidad de Pablo en su comunicación con las comunidades por él fundadas.
Me introducen en clima de oración unas palabras de la conclusión del Mensaje del Sínodo al Pueblo de Dios:


“Hagamos ahora silencio para escuchar con eficacia la Palabra del Señor y mantengamos luego el silencio de la escucha porque seguirá habitando, viviendo en nosotros y hablándonos.”
En el pasaje citado y proclamado en la Celebración eucarística esta mañana, me llama la atención la repetición del nombre de “Cristo Jesús”: en mi Biblia tenía subrayadas 7 veces ya en estos 11 versículos, con formas distintas, pero expresando todas el amor ardiente de Pablo por el Señor Jesús, el Señor resucitado que, como bien acentuaba el Papa en la audiencia del día 22 de octubre, constituye el centro de toda la vida y predicación de Pablo.
La misma Teresa de Jesús destaca este detalle de la constante repetición del nombre de Jesús en los escritos de Pablo; ella lo hace con su estilo tan característico y simpático.

El saludo de Pablo en todas sus cartas es siempre el mismo, parece como “lema” de su vida y férvido augurio y deseo para sus comunidades. A todas les desea, no rutinariamente, sino de corazón, lo mejor que puede desear: “la gracia y la paz”.
También es común, al inicio de sus epístolas (salvo en la carta a los Gálatas), la expresión de acción de gracias a Dios por las personas a las que se dirige y la oración que acompaña esta actitud de gratitud.
Me interpela como una llamada no sólo a fijarme, sino a considerar modélica de manera especial la actitud con la que el Apóstol se acuerda y ruega por los Filipenses: “con alegría”. La nota a este término en la Biblia de Jerusalén cita los diversos lugares de la carta en los que se destaca esta característica como propia de toda la carta.

La causa que genera esta “alegría” en el corazón del Apóstol es: la colaboración que los Filipenses han prestado el Evangelio desde el primer día, y también el convencimiento profundo de Pablo, de que Dios, que inició en (vosotros) la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús, hasta la venida definitiva del Señor Jesús.
Este convencimiento alegra el corazón del Apóstol, sintiendo a todos los destinatarios de su epístola como verdaderos partícipes de su misma gracia, en las cadenas y en la defensa y consolidación del Evangelio. Pablo no guarda para sí en exclusiva ni los dones que ha recibido, ni tampoco la gracia del sufrimiento, las cadenas, que probablemente está sufriendo en Éfeso, mientras dicta la carta. Los Filipenses son partícipes de todo: han compartido y colaborado en las necesidades económicas de Pablo y comparten también sus sufrimientos y alegrías.
Esta actitud “paulina” me hace sentir el corazón grande de donde nace. Con razón san Juan Crisóstomo reconocía casi la identidad del corazón de Pablo con el de su Maestro: “cor Pauli-cor Christi”.
Pero los Filipenses no han llegado aún a la meta en la respuesta fiel a la llamada, al don de Dios; están en camino, como lo estamos todos. Por eso, el Apóstol pide en su oración: que vuestro amor crezca cada vez más en conocimiento y toda experiencia, para poder discernir lo mejor para alcanzar la meta que entra en el proyecto del Padre, limpios y sin tropiezo, para gloria y alabanza de Dios.

Las actitudes de Pablo que he subrayado son las que me interpelan, porque, en la “escucha orante” de la Palabra, siento que son llamada para mi vida de “discípula” y de “cristiana y paulina”.
En diálogo con el Maestro, acompañada por Pablo, siento que el Maestro me pide que, si quiero vivir en el verdadero discipulado evangélico, viva yo también en actitud de constante acción de gracias a Dios por las personas con las que convivo, por los destinatarios de mi misión: esa mirada positiva que constatamos en Pablo, mirada hacia todos, pidiendo también con esperanza, y, si puedo, con alegría, que el Espíritu derrame sobre todos y todas ellas la plenitud de sus dones, especialmente el más eminente: el amor, la caridad (cf. 1Co 12, 31—13).
El Espíritu realiza un ‘chequeo’ del corazón de la discípula, para ver su estado de salud y especialmente sus dimensiones. El verbo ‘ensanchar’ que con cierta frecuencia aparece en los salmos, me llama fuertemente la atención. ¡Qué difícil es, a veces, tener un corazón ‘grande’, ‘ensanchado’, ... y no ‘encogido’!


Rumiando en el corazón esta Palabra, le quiero dedicar más tiempo en la adoración eucarística de esta tarde, prolongación de la Celebración en la que participé esta mañana, cuando nos ha sido proclamada la lectura de este comienzo cordial y ‘entrañable’ de la carta a los Filipenses.

La respuesta orante más apropiada me pareció la que nos sugería la liturgia hoy, tomada del salmo responsorial (sal 110): Doy gracias al Señor de todo corazón, en compañía de los rectos en la asamblea... Grandes son las obras del Señor, dignas de estudio para los que las aman.


En el título de esta nueva etapa del blog hacía referencia al deseo de vivir el “Año paulino” en comunión con toda la Iglesia, y acompañada en particular por el Fundador, el beato Santiago Alberione.
Leyendo algo de cuando él mismo escribió sobre San Pablo, inspirador y modelo, me doy cuenta de cómo el padre Alberione menciona continuamente al apóstol Pablo, tanto en sus escritos como en su predicación. Las citas “paulinas” la mayoría de las veces aparecen fusionadas con los mismos pensamientos y exhortaciones del Beato y a menudo ni siquiera escribe y recuerda explícitamente la cita.
Elijo, entre los varios escritos, uno que pertenece a unos Ejercicios Espirituales que hizo él solo – los hacía así con frecuencia – en el año 1947. Es un escrito entre tantos. El que transcribo pertenece a una redacción actual y refiere las citas. Pero no todas estaban en el primer opúsculo que tuvimos en nuestras manos hace años, y que tenía el título: “Paolo intimo” . De veras, el pensamiento del p. Alberione estaba realmente impregnado, casi fusionado con el del Apóstol.

He aquí parte de una meditación que lleva el título significativo de “Viventes Deo in Christo Jesu” (Vivientes para Dios en Cristo Jesús):

Poneos a disposición de Dios, como muertos que han vuelto a la vida, y sea vuestro cuerpo instrumento para la justicia al servicio de Dios (Rm 6,13).
Muertos al pecado, vuestra vida está escondida con Cristo en Dios [Col 3,3]. Es una vida nueva, pero interior, la mejor vida, la sobrenatural; es Cristo quien vive en nosotros; vive el hombre espiritual.
San Pablo murió del todo en la hora de Damasco; pero del bautismo se levantó otro hombre: un nuevo Cristo. Del bautismo sale un hombre nuevo: el cristiano. De la profesión [de los votos] sale un hombre nuevo: el religioso. De la ordenación sale un hombre nuevo: el sacerdote.
La nueva vida sacerdotal es plenamente activa: el cerebro, las aspiraciones, la palabra, la conducta, la profesión es la de Jesucristo sacerdote. Se ha transfigurado en algo celestial, un pregonero de las cosas eternas: Por tanto, si habéis resucitado con Cristo, buscad lo de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; estad arriba, no en la tierra (Col 3,1-2).
Los intereses divinos son los suyos; los pensamientos de Jesucristo son sus pensamientos; siente con Cristo; habla como Cristo; su vida calca la de Jesucristo... Os vestisteis de ese hombre nuevo que por el conocimiento se va renovando a imagen de su Creador (Col 3,10).


viernes, 3 de octubre de 2008

XXXII Encuentro Internacional e Interconfesional de Religiosas y Religiosos
12 al 18 de julio de 2008

Aunque ya han pasado más de dos meses, quiero compartir algo con vosotros, porque sigue vivo en mi corazón: la experiencia ecuménica, el gran regalo de la participación en el XXXII Encuentro Internacional e Interconfesional de Religiosas y Religiosos (=EIIR) en el Monasterio cisterciense de Sobrado de los Monjes, a unos 60 km de Santiago de Compostela.
Una semana de mediados de julio.
Hemos reflexionado sobre el tema: “La fuerza del Nombre de Cristo corazón del mundo”. El domingo 13 de julio, después de la presentación a cargo del archimandrita ortodoxo Atenágoras, presidente del Comité del EIIR un Hermano cisterciense, Enrique, con una profunda lección-meditación o casi contemplación sobre nuestro ser de “Discípulos de Cristo, peregrinos del mundo” nos introdujo ya en nuestro tema de reflexión y estudio. Con un horario bastante intenso se fueron sucediendo ponencias, mesas redondas de experiencias por ej. “experiencias ecuménicas en Galicia”, otra sobre la experiencia del III Encuentro Ecuménico Europeo en Sibiu, Rumanía, de 2007. Las varias conferencias subrayaron todas, desde una u otra perspectiva, más teológica, vivencial, litúrgica, o de compromiso, el tema que nos había convocado, centrado en “La fuerza del Nombre de Cristo”.

No faltó el regalo en medio de la semana: un día de Visita a Santiago de Compostela, como “peregrinos”: desde el Monte del gozo, fuimos llegando a la Catedral donde participamos en la “Misa del peregrino”. Después de la Eucaristía, el Deán de la Catedral nos acompañó a visitar el Archivo con las preciosidad y riqueza que encierra, especialmente el “Codex Callistinum”. Visitamos la Catedral y llegó la hora de la comida. Después la visita guiada - ¡admirable la organización del Secretariado Diocesano de Ecumenismo de Santiago! - a los puntos más significativos de la capital de Galicia.
Esto es lo externo, lo que se puede dar y efectivamente se da en muchos congresos o reuniones de carácter religioso.

Lo que me marcó como un sello en el corazón diría que fue sobre todo la comunión, la convivencia, el diálogo sereno entre unos y otros. Nos arreglábamos cada uno como podía, con un español y un francés, incluso alemán, más o menos inteligibles. Una experta señora francesa traducía conferencias, intervenciones, diálogos en la sala, además de que el Comité había preparado para todos las conferencias en francés o en español, porque fueron los dos idiomas más usados, pero lo importante fue que nos entendimos casi más con el corazón que con las palabras.
Un clima de fraternidad entre ortodoxos, católicos, protestantes de una u otra denominación.
Las celebraciones, presididas algún día por algún Monje del monasterio, otro día por Su Eminencia el Metropolita Stéphanos de Tallin y de toda Estonia en celebración eucarística ortodoxa, otro día por el Pastor de la Iglesia Evangélica de España, se vivieron en profunda unión y comunión espiritual.
Eso sí: en las celebraciones fue el momento en el que, como es fácil intuir, nos sentimos tocar o casi partir el corazón. La “comunión eucarística”, “sacramento de unidad, vínculo de fraternidad” fue el signo que mostraba nuestras todavía discrepancias en uno u otro aspecto de la fe: no hubo, no pudo haber “intercomunión”, al no existir todavía “comunión plena de la fe”.
A pesar de toda la alegría del Encuentro, de la convivencia, que fue una realidad muy sincera y viva, algo nos dolía por dentro: a todos, a todas.
Sentimos un fuerte empuje a rezar con la oración sacerdotal de Jesús Maestro en la Cena: “Que todos sean UNO, como Tú y Yo somos UNO,... para que el mundo crea” (Jn 17, 21). Una y otra vez en la Eucaristía, en las celebraciones se proclamó este texto, en los tres ritos, y creo que todos nos sentimos más identificados con los sentimientos del Señor Jesús en su oración al Padre. Hemos pedido que la unión de corazones sea pronto realidad plena de comunión de fe.
Con este compromiso de unión en la oración, en la fraternidad, unión espiritual y también afectiva sincera, confiamos que sea posible, cuanto antes lo que también el Papa Benedicto XVI, como Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II han tenido como una grande prioridad: la unión de la Iglesia, la Iglesia que Jesús ha querido y ha fundado.

El comité comentaba la ausencia fuerte que se constató en este XXXII Encuentro de las Monjas luteranas y también de los y las anglicanas. Se comprometieron y nos comprometimos, cada uno desde nuestras posibilidades, a crear puentes, a no dejar que se rompa la comunicación-comunión, que tanto nos enriquece a todos. De veras, el Espíritu trabaja en todos los hombres, de una forma que nosotros ignoramos, pero sus frutos se constatan con gratitud inmensa.
¡Ojalá nos impulse pronto hasta la unidad plena en la comunión de fe, según la voluntad de Cristo Jesús, no la nuestra, sino la suya, y también “según los tiempos de Dios”, que no tiene “tiempo”: para él un día son como mil días y viceversa. Seguimos fiándonos de su Espíritu que es el que conduce a la Iglesia para llevar a cabo la obra realizada por Jesucristo.

Para mí, que participaba por vez primera en estos Encuentros - otras Monjas y Monjes católic@s y ortodox@s, y algunas Religiosas repetían por tercera, segunda, quinta vez la experiencia – siento que ha sido éste uno de los regalos más grandes que el Maestro Divino me ha concedido y lo siento con la responsabilidad del “don y tarea”, sobre todo en la Celebración eucarística y en la adoración prolongada repetir con el corazón y con los labios también la petición del Señor: “Que todos sean uno... para que el mundo crea”.